“¡¡¡Epaaaaaaa!!! –grita Píndaro-… ¡¡¡Qué maravilla de historia me has contado, Herminio!!!..…¿Por dónde andabas perdido en estos últimos días?
Nuestro amigo Píndaro se ha visto contagiado con la alegría de Herminio y, de repente, y, con una gran curiosidad, pregunta: “¿Qué avispa te picó?”.
“Es que me he encontrado a un gran dominicano en el extranjero que, desde el 1969, ha dado su vida a la salud, no sólo de los norteamericanos que le han consultado sus dolencias, sino también a una pila de dominican-yorks que se la han estado buscando como toros pero que, como es natural, en algún momento de su existencia se han enfermado y procuraron –algunas veces en horas de la madrugada- tocar a la puerta de él para que les atendieran sus dolencias…”.
“Anda el caray –expresa Píndaro-… ¿Y a quién te refieres con tanto orgullo?”
“A mi amigo Alberto Peguero, una tranca de médico que ha entregado su vida sana a la salud de los demás… Hace ya 45 años que pisó tierra norteamericana y nunca ha olvidado sus raíces… sus amistades… sus compañeros de estudios… las enriquecedoras pláticas con sus profesores universitarios muchos de ellos hoy ya idos a destiempo…”.
“¿Y a dónde fue a parar tu amigo, cuando cayó de pies en los nuevayores? –pregunta Píndaro-…
“Con orgullo, me ha contado que su primera experiencia profesional fue en el Hospital Elmerst General… Ahí, empezó a guayar la yuca de campana a campana… Fueron nueve años de lucha y lucha… -nos ha dicho con mucha nostalgia y así lo dejó entrever, al escuchar música y compartir en privado como amigos en la sala de su casa… Su predilección musical refleja la incidencia de los años setenta… Años en los que se dio formación como eminente médico…”.
“¿Y hasta cuándo aguantó esa cajeta de afianzar su profesión tu amigo Alberto? –preguntó Píndaro…
“En el año 1978 despegó del Elmerst, para iniciar una nueva vida y sentar raíces en la ciudad de Hazleton… Ahí, tuvo la oportunidad de ser solicitado para servir en los hospitales de Hazleton General Hospital y el Saint Joseph… además de su práctica privada que siempre supo cultivar y preservar. Para esa comunidad, fue una bendición que un gran dominicano y excelente médico, se decidiera a prestar sus servicios en las áreas de cirugía general, vascular y toráxica… Eso lo consagró, como una tabla de salvación para múltiples dolencias beneficiando, en su momento, no sólo a los nacionales de ese país sino a muchos dominicanos que ya habían formado residencia en las zonas aledañas…”.
“¡Diantre! –exclama Píndaro- ¡Imagino que en cada lugar que él visitaba en sus días de descanso lo tratarían como un rey!”
“¡No te equivocas ni un chin! –dice un admirado Herminio-… Hay un restaurante dominicano que, cada vez que él entraba a pasar un rato y almorzar, o cenar, el dueño se desbordaba en atenciones y, al final, le decía: ‘No pague ahora, si usted quiere doctorcito… ¡Usted sabe que esto es suyo!’… Es, como si la comunidad sintiera que estaba protegida por Alberto en cada momento de su vida…”.
“Y… ¿Cómo cuantos dominicanos residen en esa ciudad?” -pregunta Píndaro-…
“Esa área está recibiendo un montón de dominicanos que están de retirada desde la ciudad de Nueva York… Parece, que los alquileres de sus viviendas en esa ciudad están siendo elevadas y esto les está obligando a mudarse, a otras zonas de mayor comodidad, para llenar sus necesidades… Se estima que hoy día la población dominicana en esa zona debe andar cercana a los 50,000… ¡Eso no es paja de coco!”-exclama Herminio-…
“Y… ¿Alberto, tu amigo, ha sido alguna vez reconocido por las autoridades de nuestro país? –pregunta un interesado Píndaro-…
“Por lo que yo se… ¡eso nunca ha pasado! –exclama Herminio, y agrega-… Tú sabes, que aquí se reconocen nuestros grandes dominicanos después que desaparecen… A este hombre que, aunque con un excelente sentido del humor desde hace unos cinco años lucha estoicamente por recuperarse de una dolencia que por muchos años atendió en otros compatriotas, nunca autoridad alguna ha tenido la delicadeza de acercársele y reconocerle públicamente, con todas las de la ley, esa trayectoria bien ganada y que, humildemente, hoy se reserva para sí y su compañera de lucha…”.
“¡Diantre!… como se olvidan nuestros grandes héroes de la guerra por salvar la vida de nuestros conciudadanos!” -grita Píndaro…
Herminio le interrumpe y, demandando atención, indica: “Oye Píndaro, Alberto siempre tiene en su corazón el irreproducible tono azul del cielo dominicano… los tonos rosa de nuestros atardeceres… y la sabrosa comida criolla preparada por su abuela y su mamá… Hoy, es momento para nuestro país reconocer a ese eminente médico y excelente amigo, Alberto Peguero, cuya frase de vida ha sido: ¡Dios proveerá!”.