La torturaron para obligarla a confesar el asesinado de El Moreno
No la conocí. Solo supe de ella por la primera de todas las muertes que sufrió: la muerte física, esa que la arrancó de este mundo, que les arrebató a sus hijos la ilusión y seguridad de estar con mamá, la que dejó en el desconsuelo a sus padres que tanto la amaban, y la que durante 50 años nadie se ocupó en saber quién o quiénes fueron sus asesinos.
La macabra forma de su descuartizamiento, su cuerpo perfectamente tasado como el de un cerdo, su torso y extremidades en maletas diferentes tirados como si se tratara de una basura, son insumos para una novela negra, como la de Stieg Larsson, el autor de “Los hombres que no amaban a las mujeres”.
A propósito de ello, en la muerte de Miriam Pinedo hubo de eso, misoginia. Los hombres, según el relato sobre la muerte de esa mujer dominicana, que salió huyéndole a la muerte, ignorando que la parca tiene el don de la ubicuidad y se encontró con ella en el lugar y momento menos sospechado.
Es que si estás con verdaderos “camaradas” lo más lejos que tiendes a pensar es en la muerte, porque la camaradería supone hermandad, protección, solidaridad y defensa de la tribu de la que forma parte. Ella, sola en el destierro, más que solidaridad fue objeto del deseo y sin que nadie lo admitiera, en los adentros, todos la deseaban. Solo así se explica que antes de desaparecerla fuera violada.
Solo pensar en los terribles momentos que antecedieron a su final aterra tanto como para hacer que fluyan lágrimas, no es para menos: la torturaron para obligarla a decir que ella había envenenado al líder indiscutible del MPD, Maximiliano Gómez; grabaron una confesión forzada, porque buscando al asesino y “encontrarlo” había que vengar esa muerte.
Así ocurrió la primera de las muertes de esa mujer y como no hay crimen perfecto, 50 años después, en la novela “Morir en Bruselas” quedan despejadas muchas de las interrogantes que debieron haberse hecho antes de la segunda muerte, la moral: en esta fue despellejada, ultrajada, vilipendiada, juzgada como una frívola y casquivana; su cuerpo desnudo al lado de El Moreno, era la fotografía para justificar la segunda muerte, como una cualquiera sin que a nadie se le ocurriera pensar que era una mujer con hijos.
En la novela histórica de Pablo Gómez Borbón queda claro que ella nada tuvo que ver con la muerte del líder y que el desnudo ocurrió después de la “intoxicación” con gas, es evidencia del sadismo con que actuó o actuaron los criminales.
Antes de las dos primeras muertes, ella había sufrido la muerte psíquica, una terrible depresión por el asesinato de su esposo, por el miedo al horror del Gobierno de Balaguer, que la llevó a salir del país para preservar la vida de ella y sus hijos.
Vivir en el exilio sin posibilidades de volver es también terrible. Nada ni nadie justifica la muerte y si se trata de una mujer, es más que cobardía.