RAFAEL MOLINA MORILLO
El Gobierno dio una muestra de sensatez al anunciar que el proyecto del Metro en la ciudad de Santo Domingo quedaba postergado «hasta un mejor momento», lo que en buen cristiano puede interpretarse como que ya se desistió de la idea y que el Metro «no va».
Lejos de ser un fracaso, la decisión gubernamental de no construir el tren subterráneo es un triunfo de la democracia, pues demuestra que las autoridades han sido receptivas ante la ola de razonamientos contrarios a dicho megaproyecto. Se trata, por lo demás, de un paso valiente y digno de encomio.
El Gobierno debería aprovechar este momento sicológico para anunciar también el engavetamiento definitivo de la locura que significa la proyectada construcción de una isla artificial en las narices de la ciudad. El argumento de que el Estado no tendrá que poner un solo centavo en esa obra, no es suficiente para que nos embarquemos en una fantasía sin pies ni cabeza.
Prueba de ello es que todavía hoy, a varias semanas de haberse firmado una concesión para que los promotores privados realicen el mamotreto, no se han podido completar todos los detalles necesarios para una aventura tan ambiciosa como la isla artificial. Hay muchas preguntas sin respuestas en torno al mentado proyecto, pero una en especial me inquieta hoy: ¿Qué pasará si a mitad de la construcción, los contratistas quiebran o por cualquier otra razón financiera abandonan la obra a medio talle? ¿Quién se hará cargo de los escombros tirados al mar frente al malecón?
Si no podemos organizar la mitad de la isla que nos dio la Naturaleza, ¿para qué buscarnos mas problemas con otra?
Señores del Gobierno, hagan con la isla artificial lo mismo que hicieron con el Metro: ¡a la basura con ella!