Sucedió entre los años 1953-1954. No preciso bien. Entonces dictaba clases de español en la escuela normal de varones de la avenida Duarte. Tenía un buen número de alumnos, ordenados, respetuosos, dedicados a sus estudios. Recuerdo entre otros a los García Troncoso, José Andrés Aybar Sánchez, Incháustegui Salvador, Marchena, que más tarde se graduó de Ingeniería, Bernardo Defilló, José Joaquín Puello, Mesa Sugrañes, los hermanos Pérez Minaya, Luis Scheker Ortiz, Selig, hijo de un dentista y hermano de Ilánder, Socías, inquieto, Díaz Egel…
Para esa época, el edificio de la escuela tenía poco tiempo de inauguración. El salón de actos carecía de butacas y en el balcón (segundo piso), había un piano que parecía olvidado. Pero tenía su utilidad. Allí enviábamos a los alumnos en necesidad de tranquilización. Virgilio Travieso Soto se encargaba de entrevistarlos y darles el consejo o la advertencia de lugar. A menudo estaba, al lado de Virgilio, su hermano José María.
Yo tenía a mi cargo tres cursos del primer nivel de Español, cursos A, B y C, y un segundo nivel: el curso D., cuya membresía de “veteranos” trataban –algunos– de sacarme de quicio. Sin embargo, al final nos entendíamos. Nada para lamentar.
La sección B del primer curso estuvo asignada a los pre-adolescentes más jóvenes. Aunque con cierto grado de intranquilidad, eran respetuosos y dedicados a estudiar. Uno de esos educandos se pasaba de la raya; era difícil controlarlo. Nombres propios, no los recuerdo. Pero sus apellidos, por muchas razones, no los olvido: Jiménez Dájer. Era una familia muy conocida en aquella pequeña ciudad que disfrutamos.
Recuerdo que enseñé la materia a una de las muchachas de la familia, en clase particular, procurado por don Fello, cabeza familiar, que me solicitó porque su hija necesitaba el refuerzo de la materia que yo había dictado a su hermano. En aquellos tiempos, la enseñanza oficial era separada por sexos: los varones la recibíamos en la normal Presidente Trujillo, y las hembras, en la Salomé Ureña, de la calle Padre Billini. Yo acudía a su casa en la calle Las Mercedes.
Con los Jiménez Dájer tenía acercamiento a través de uno de sus hermanos, Antonio (Toño), porque estudiábamos la carrera de Derecho desde el 1950. Recuerdo a otros, entre ellos a Pedro (Perucho) que había llegado meses antes de la Argentina, donde desertó de un seminario en el que se preparaba para la carrera religiosa. Don Fello, el padre, era sastre de la más alta calidad. Era fama de que sólo él le cosía los trajes a Trujillo cuando el dictador no los solicitaba a París.
Una mañana, poco antes de las ocho, al llegar al vestíbulo del liceo, me esperaba don Fello Jiménez, padre de mi alumno Jiménez Dájer, del primero B. Lo acompañaba su hijo Perucho, el seminarista arrepentido. Don Fello, a quien yo no conocía, se presentó y me dijo con la cara seria:
–Mi hijo me ha dado una queja de usted. Que durante la clase de ayer usted le dio un golpe en el hombro izquierdo. Yo he venido a enterarme de la verdad y el motivo de ese hecho.
Le respondí:
–No es tan cierto como usted me acaba de decir. Este niño es muy inquieto y causa algunas perturbaciones en el aula. Ayer me hizo sentir –interiormente– casi tan intranquilo como él. Tomé el pasillo entre líneas de pupitres. Al final giré y tres pasos más adelante lo topé en el hombro izquierdo: solamente una indicación. Lo topé, nada más, y le dije: “Vete al piano”. Así lo hizo de inmediato.
El padre le preguntó a su hijo acerca de lo que yo había dicho. El hijo bajó la cabeza.
Entonces don Fello se dirigió a mí:
–Este muchacho no es más que un fresco, perturbador, irrespetuoso. Yo le doy a usted autorización para todas las sanciones que se merezca.
Yo, impresionado, también bajé la cabeza.