Conocí a José Andrés Aybar Sánchez en una de las aulas del Liceo de Educación Secundaria Presidente Trujillo, de la hoy avenida Duarte, anteriormente José Trujillo Valdez, de esta ciudad. El nombre de la vía correspondió, en aquel entonces, al padre del dictador de los treinta años y unos meses. Para completar la doble jugada, el centro fue bautizado como Liceo Presidente Trujillo. Allí traté de aprender. Allí traté de enseñar.
En su primer año, José Andrés estuvo inscrito en la sección B, aula central en el cuerpo del edificio que da a la avenida. En esa línea se instalaban también las secciones A y C del primer año de la enseñanza media.
El alumno era ligeramente inquieto, pero amigable y respetuoso. Y siempre sonriente.
Cierta vez, temprano de la tarde, poco después de haber almorzado, llegaron a mi casa, en Villa Francisca, Jacinto de la Concha, don José Andrés Aybar Castellanos, con su hijo José Andrés.
Los apellidos Aybar Castellanos pertenecían a una familia conocida y apreciada en la capital por su don de gentes, deportes, relaciones con la masonería, profesionalidad y laborantismo.
El padre me dijo: Vengo interesado en conocerlo y poner en sus manos a mi tocayo. Sé bien que es algo inquieto y suele distraerse por cuestiones de edad, que despierta a la vida con las jaranas y los enamoramientos. Pero siempre ha sido respetuoso con los mayores y con sus maestros. Por su autoridad y por lo bien que él y sus compañeros de estudios hablan de usted, me permito encargárselo. Confío en que mi hijo sabrá comportarse y yo se lo agradeceré muchísimo.
Fue un presagio. El encuentro ocurrió hacia el 1953. Clases de lengua española. Ha sido así hasta el día de hoy y creo que nada habrá de cambiar entre el hoy rector de la Universidad del Caribe (UNICARIBE) y yo. Envuelve esto una relación de amistad que ya cumplió sesenta y un años.
Se ha tratado de afectos y respeto mutuos. Una fraternidad inalterable que siempre nos acerca y acentúa los sentimientos. Puede pasar un tiempo, circunstancias de la vida que no nos encontremos por breve término; pero otras circunstancias nos impulsan al reencuentro.
Recuerdo que cuando ocupó la dirección del centro de Estudios Superiores y hubo de necesitar un análisis jurídico para un instrumento o normas acerca de ese alto nivel de formación profesional, llegó temprano hasta mí su llamada telefónica y cumplí gustosamente con su encargo.
Ocupó, además, una curul como diputado por el Distrito Nacional, institución que asesoré durante treinta y tres años. En ese hemiciclo compartimos temas, inquietudes, proyectos de ley, resoluciones, etc.
Deseo reseñar algo fuera de legislación y alejados de los pupitres. Hubo un servicio de guaguas que subía desde la Máximo Gómez con Independencia, de lunes a viernes, hasta el plantel de la Normal. Algunas de las guaguas eran de dos pisos. En la calle Benito González, entre la Juana Saltitopa (antes La Gloria y luego Ercina Chevalier) y José Martí colgaba un tendido de energía eléctrica que, si usted se descuidaba, podía ser golpeado en la cabeza. Aquellas guaguas de doble nivel llenaban rápidamente la segunda planta. Algunos inadvertidos opinaban que la ocupación del segundo piso por los estudiantes era para tomar el fresco. La realidad era muy otra. Se trataba de la intención de hacerse los “descuidados”, ya que al recibir el “tallazo” del tendido eléctrico, generalmente los normalistas bajaban a la 19 de Marzo, entre Luperón y Salomé Ureña, donde estuvieron durante muchos años las oficinas de la Compañía Eléctrica de Santo Domingo (edificio que después ocupó el Listín Diario) a reclamar una indemnización por el “latigazo” recibido.
El director de la Compañía, apellidos Aybar Castellanos leía la lista de los afectados y entregaba el chequecito a cada pasajero “afectado”. Llegó un punto en el cual el administrador se sintió extrañado. Desde que leyó los nombres de pila: José Andrés, acercó la cabeza hacia el escritorio y concluyó en voz baja: Aybar Sánchez… Nada menos que su sobrino… Imagínese usted.
Él está al frente de la Universidad del Caribe (UNICARIBE). Yo soy miembro de la Academia Dominicana de la Lengua.
Conocedor yo de su inclinación por el patrocinio de publicaciones, cometí la “torpeza” de solicitarle que su institución y la Academia de la Lengua auspiciaran la edición de mis investigaciones acerca del tema “El origen de la palabra “Chopa” en el habla de los dominicanos”. Lo aprobó inmediatamente.
Cuando le llevé el primer ejemplar salido de la imprenta, me dijo:
–Ya tengo el cargo que vas a desempeñar aquí: Director de Publicaciones de Unicaribe.