Mis experiencias en las aulas (IV)

Mis experiencias en las aulas (IV)

También yo fui alumno. Está claro. Y allí me enriquecí muchísimo, no sólo con las lecciones recibidas y las ejercitaciones correspondientes, sino, además, con la amistad de compañeros muy valiosos y ¿por qué no? Con profesores que, aparte de su sabiduría y compresión, fueron de gran calidad humana.

No existía la virtualidad del aula, como la hemos conocido ahora. Pero en el nivel secundario teníamos la categoría del estudiante libre. Estoy hablando de la segunda mitad de la década de los años cuarenta. Éste alumno se inscribía a su tiempo y, al final del año lectivo se presentaba a exámenes. Generalmente era una persona mayor que nosotros, que cursábamos el nivel de secundaria.

Recuerdo a un señor de unos cincuenta años que se presentaba cuando avanzaba el período anual, en el receso de media tanda, a conversar con algún conocido o quien le señaláramos en tal o cual materia. Intercambiamos con el interesado. Éste lo hacía con cierta regularidad; pero sin exceso ni abrumaba a nadie. Era miembro de la Banda de Música del Ejército Nacional. Nos chocaba su interés por superarse y lo admirábamos de saberlo cerca de nosotros, alumnos entre los catorce y dieciocho años. Esa fue una experiencia de escolaridad a cielo abierto. Un señor de buen temperamento. Nos preguntaba por dónde iba tal materia, como era el profesor y nos pedía hojear los cuadernos. Su nombre no lo retuve; quizás nunca lo aprendí. Pero me parece que su apellido es Lafontaine.

Nosotros solíamos hacer el receso en la parte frontal del liceo, que da hacia la hoy avenida Duarte. A este lugar del recinto acudían vendedores de golosinas y de frutas, entre ellas algo que hoy no se ve fácilmente: el dulce de ajonjolí y melao que llamamos “Alegría” allí nos reuníamos Nicanorcito Pichardo Cruz “Nica’’, Virgilio Balcácer Lores “Villo”, José R. García Pascal “Puchito”, Fersobe Jarum, Castilo Silva, Ben González Castillo, de origen chino, José Escuder Ramírez y otros, para desperezarnos de la fatiga de tantas horas de clases. Téngase en cuenta que conversábamos de todo cuanto estaba al alcance de nuestra edad. Sin embargo, no nos metíamos en temas políticos. La dictadura era tan fuerte que desde temprano pudimos saber las consecuencias de una metida de pata.

Un día, a media mañana, nos despacharon para nuestros hogares, no sabíamos el motivo e íbamos por el “caliche” intrigados. Queríamos saber cuál era la razón. Esto lo reveló un compañero: Había fallecido un hermano del “generalísimo”. Yo me disparé con esta expresión entre idiota o semi-infantil: “/Ah, yo no sabía que los Trujillo también se morían/”.

José Escuder, parece que mejor enterado que yo en tales asuntos de las indiscreciones, me dijo cerca del oído: “Cállate”. Me di cuenta del alcance de lo que yo había dicho. Y comencé a pensar cómo podría tranquilizar mi mente trastornada con esa imprudencia.

Y pensando acerca de esto y de aquello recordé que en una oportunidad me escogieron como alumno para recitar dos poemas en el acto en homenaje de despedida en honor al director del liceo, Profesor Enrique Martí Ripley, que se jubilaba. Escogí los poemas “Pandereta”, del español Pedro Mata” y “Alegría del Mar” de Sabat Ercasty, uruguayo. Y cada vez que en el receso, un vendedor de dulces de ajonjolí y melao se acercaba a un grupo de estudiantes ofreciéndoles la golosina, alguien le decía: Ve donde ese chiquito, que le gusta mucho tu dulce de “alegría”. Claro, esto sucedía antes del deceso del pariente del “ilustrísimo” y nada tuvo que ver con aquel acontecimiento que afectó a una persona que, a mi edad, no conocía ni siquiera lo había oído mencionar. Paz a sus restos.

Estas fueron experiencias extracurriculares, lo que demuestra que siempre hay tiempo y lugar para aprender y enseñar.

 

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