Mis memorias haitianas

Mis memorias haitianas

Haber nacido y crecido en la República Dominicana, agregando el privilegio de tener la dicha de voltear unas sesenta y seis veces las hojas del calendario constituye una especie de suerte que no muchos ciudadanos de este país pueden contar.

A sabiendas que el tiempo no suele perdonar a mis cansadas neuronas que insisten en preservar el baúl de los recuerdos, me dispongo a asistirlas a través de un apretado relato cronológico de mis vivencias del mito haitiano seguido de realidades.

En los años de infancia grabé la imagen del Cuco que la abuela pintaba como un peligroso viejo haitiano que se le aparecía a los niños de mal comportamiento. Debíamos ir a la cama temprano, so pena de tener que enfrentar a ese Cuco negro que se comía a los desobedientes.

Pasado los seis años la narrativa consistía en unos soldados imaginarios del vecino país, quienes enganchaban a los menores con las puntas de las bayonetas con las que atravesaban sus cuerpos. Los cadáveres eran depositados en una olla grande para luego ser fritos en alquitrán.

El propósito sería extraer la grasa humana para realizar actos de hechicería. Las madres sentían el temor de que los descendientes de Toussaint les robaran sus hijos para hacerlos chicharrones y conseguir manteca de gente. Siendo ya un estudiante de la escuela primaria vi a mi padre en más de una ocasión consultando con un brujo de tez oscura que se expresaba con facilidad en creole y torpemente en español.

Ese hombre le preparaba pañuelos a mi progenitor y le hacía resguardos a Mamá con unos azabaches para proteger sus hijos contra el mal de ojo.

Llegado al nivel de la educación intermedia, viajaba durante las vacaciones a la frontera con un tío paterno que era militar y estaba de puesto en el Alto de la Paloma, ubicado en el municipio de Restauración.

Realizaba trueque de gallos criollos por galones de clerén y perfumes franceses. Todas mis lecciones de historia patria se basaron en asimilar la lucha heroica contra las huestes del occidente isleño. No fue sino hasta el año de 1970 cuando leí la Composición Social Dominicana, de Juan Bosch, que el mito anidado en el alma durante un cuarto de siglo cedió su espacio al raciocinio de la historia narrada con criterio científico. Bosch actuó en mi mente como un mago que borra toda una serie de falsas creencias que modulaban nuestro comportamiento frente a un ciudadano de la tierra de Dessalines. Vivía para esa época en la ciudad de Chicago y establecimos bellos lazos amistosos con familias haitianas de médicos y tecnólogos pertenecientes a una mediana pequeña burguesía.

A diferencia nuestra, estas cultas personas carecían de los prejuicios dominicanos, hablaban perfectamente el español, dominaban el inglés, su creole y por supuesto el francés. Conocían al dedillo nuestra historia y no albergaban odio alguno relacionado con la matanza de 1937.

No hace mucho me enteré de una carta que desde La Habana un día 14 de junio de 1943 dirigiera Juan Bosch a sus amigos Emilio Rodríguez Demorizi, Héctor Incháustegui Cabral y Ramón Marrero Aristy en donde les decía: “Los he oído a ustedes expresarse, especialmente a Emilio y a Marrero, casi con odio hacia los haitianos y me he preguntado cómo es posible amar al propio pueblo y despreciar al ajeno, cómo es posible querer a los hijos de uno, al tiempo que odia a los hijos del vecino así, sólo porque son hijos de otro.

Creo que ustedes no han meditado sobre el derecho de un ser humano, sea haitiano o chino a vivir con aquel mínimo de bienestar indispensable para que la vida no sea una carga insoportable; que ustedes consideran a los haitianos punto menos que animales, porque a los cerdos, a las vacas, a los perros no les negarían ustedes el derecho a vivir”.

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