Cuando el miércoles 16 de septiembre de 1969, a mis 22 años de edad, llegué a Piongyang, capital de Corea del Norte, para participar del viernes 18 al miércoles 23 en un Congreso Mundial de Periodistas Democráticos, sufrí un shock de efectos imborrables porque en aquella nación antípoda, de 125,000 km2, eran contrapuestas a las mías sus costumbres ancestrales, su uso horario, su gastronomía y en general sus estilos de vida, a lo que se añadía la ausencia de vestigios de cultura occidental, el sistema político totalitario y la faz achinada de los coreanos.
A 43 años de aquella estadía, del miércoles 16 al viernes 25 de septiembre de 1969, permanecen en mi memoria aristas positivas y negativas en momentos en que, como hoy, imperaba una atmósfera belicista ante la proyectiva de una guerra inminente entre la República Popular Democrática de Corea del Norte, influida y respaldada por las comunistas China y Rusia, y el régimen de Corea del Sur, de hecho ocupado por tropas estadounidenses disuasivas y protectoras.
Aquella atmósfera belicista, con fuertes ribetes propagandísticos, me impresionó tanto que poco después de regresar a mi país publiqué en la revista Ahora, el 27 de octubre, un artículo estrambótico de unas 2 mil 500 palabras titulado Corea: Un Vietnam que está al comenzar.
Aquella Corea del Norte que visité, observé y critiqué dista mucho de la Corea del Norte que actualmente dibujan -o desdibujan- las informaciones y artículos de los medios informativos de países occidentales y neocapitalistas con el rasgo común de adeptos a la política internacional de la deslucida ONU y de los Estados Unidos-. Era una Corea del Norte pujante, con potencial agrícola e industrial, que idolatraba a sus niños, Los Pioneros. Su planificación, organización y eficiencia se traducía en (1) la estructuración de una nación presta para la guerra -con un ejército, reservistas y voluntarios próximos al millón-, y en (2) otra nación productiva y pujante con empresas y recursos militares subterráneos. Su capital y otras ciudades eran de dos niveles.
Junto a Roberto Cassá, quien entonces estudiaba en Moscú, Rusia, llegué aquel miércoles al aeropuerto de Pyongyang, donde nos recibió una comisión de hombres y mujeres y de Pioneros alegres. Nos transportaron en un Mercedes Benz negro, con un chofer y un guía, cuadros del partido, gente de la inteligencia política y militar.
Allí gobernaba el mesiánico Kim Il Sung, a quien en una ocasión, junto a Cassá, pude ver de cerca, y más adelante le di la mano. Desde los años 30 él había luchado de a duro a la cabeza de fuerzas guerrilleras contra la ocupación japonesa, primero desde territorio de China, al Este y al Norte, y luego dentro de Corea hasta que en 1945, al final de la Segunda Guerra Mundial, entró victorioso, junto a voluntarios chinos, a la capital, al Norte, y en momentos en que la ocupaban tropas rusas, mientras a su vez las de Estados Unidos ocupaban el Sur, siendo dividida en dos.
En 1948, Kim Il Sung asumió el poder y en junio de 1950 atacó a Corea del Sur en un esfuerzo supremo por unificarla bajo la férula comunista. Aquella fue una guerra encarnizada hasta que en julio de 1953 se firmó un armisticio y se acordó una zona desmilitarizada. Kim Il Sung murió en 1994 después de gobernar por 46 años. Lo sucedió su hijo Kim Jong.
Cuando estuve en su capital, Corea del Norte era un país bajo llave, cerrado a visitantes extranjeros, a excepción de los chinos. Los contados que tuvimos el privilegio de que les abrieran el candado de entrada notamos que aquello era incompatible con nuestra idiosincrasia y aspiraciones, por lo que me vi envuelto en dos incidentes. Los retratos de Kim Il Sung estaban por doquiera y en cada habitación del único hotel de su capital. El de mi habitación estaba justo al frente de mi cama, con aquel carú que clavaba sus ojos en los míos al acostarme y al despertar. Al tercer día, descolgué el retrato de aquel Trujillo coreano, lo que alarmó a la que limpiaba la habitación, que se lo comunicó a la gerencia, ¡y para qué les cuento!, casi me apresan, me enjuician y me deportan. Me salvé porque era un periodista de buenas credenciales democráticas, defendido por cubanos y venezolanos que les explicaron mi frustración porque un tirano capitalista, Trujillo, nos había sojuzgado e impuesto el uso de su fotografía, y me salvé sobre todo porque fui un orador del congreso bastante aplaudido. Fragmentos de mi discurso fueron pasados por Radio Habana Cuba, en el que hice constar que cuatro años atrás había luchado con las armas en las manos contra las tropas estadounidenses interventoras de mi pequeño país.
Por lo demás, tuve el grandísimo honor de formar parte de una reducida comisión que visitó y le dio la mano a Kim Il Sung, el carú del retrato que descolgué. En mi artículo en la revista Ahora en octubre de 1969 rechacé su idolatría y la atmósfera opresiva, que era tal que Cassá y yo nos encaramos con un intérprete al que habíamos evadido- porque fuimos sorprendidos en un puente, cerca del hotel, mientras conversábamos y mirábamos el agua serpentear entre una vegetación intensamente verde. ¡Estaba prohibido pararse en un puente!
Los coreanos me impactaron por su disciplina, organización, sencillez y humildad, por su riqueza cultural, por su abundante y excelente culinaria, gracias a la cual ingerí por primera vez gusanos alcoholados, alimañas parecidas a las cucarachas, trozos de culebras y al parecer carnes de gato y perro, según la apreciación de un delegado venezolano. Llevaré de por siempre en mi memoria y conciencia sus finas atenciones hacia nosotros, sus agasajos con altos dirigentes, las presentaciones artísticas, la gentileza del ídolo Kim Il Sung al darme la mano que la he conservado alcoholada en mi memoria- y sobre todo su idolatría hacia los niños. Que por cierto, una mañana de fresca brisa, al caminar por una calle de Pyongyang junto a delegados occidentales de tez blanca, y uno que otro de pelo lacio largo como yo -con nuestro intérprete a la siniestra-, nos encontramos con un grupo de niños pioneros que desembocaron por la siguiente bocacalle, a unos 30 metros. De repente se detuvieron. El de adelante, con cara de terror, gritó algo en coreano mirándonos como seres acabados de caer del espacio celeste. Volvió a gritar el intérprete nos dijo que gritó: ¡huyan!-, entonces dieron la vuelta y corrieron con desesperación.
Nunca habían visto a occidentales, explicó el intérprete. Y lo comprendí: al aeropuerto de Pyongyang sólo llegaba un avión por semana.
NOTA: Fui nominado para el viaje por Franklin Franco Pichardo y el periodista Emilio Herasme Peña. El Padre de la Democracia, Joaquín Balaguer, me colocó impedimento de entrada por haber viajado a un país comunista, levantado bajo presión de decenas de periodistas, pero fui cancelado de Notitiempo, Radio Comercial, cuyo propietario, José A. Brea Peña, era secretario de Estado de Industria y Comercio.