Batey Paloma, San Pedro de Macorís. Las fatigadas pupilas del anciano Wilson Luis, de 81 años de edad, no ocultan la amargura, la frustración, la desesperanza. Su mirada incierta se dilata en un extenso terreno baldío donde antes florecía la caña de azúcar, una planta de sabor dulce que dejó un sabor a hiel, a quinina, en las personas que trabajaron y habitaron en los centros cañeros del Consejo Estatal del Azúcar (CEA).
Yo solo espero la muerte. El murmullo de Wilson apenas es perceptible. Sentado en una vieja mecedora, aprovecha la luz solar para calentarse. Un jirón de una vieja camisa que un vecino le regaló hace mucho tiempo cubre su famélico torso. El resto de su cuerpo lo cubre con una vieja manta. Comparte el antiguo y caluroso barracón que le sirve de albergue con ratas, cucarachas y otras alimañas.
Aquí no hay nada, nada que hacer, ni trabajo, ni comida, ni medicinas, nada. Hambre, mucha hambre, mucha miseria. Habla pausado, y narra una historia de tragedias, de incertidumbre, de falta de planes y programas sociales, de viviendas, de bonificación, de pensión, de atención médica, de atención gubernamental. Las migajas oficiales no llegan a estas comunidades.
Wilson Luis no es la excepción. Desde que se produjo la capitalización del CEA, cientos de personas quedaron atrapadas en los bateyes, en una complicada red de miserias humanas. Algunos abandonaron el lugar o se trasladaron a otras comunidades cercanas, en busca de oportunidades para sobrevivir.
Los que quedaron atrapados en los hilos de la compleja telaraña de estrechez, de pobreza extrema, incertidumbre, penurias, de inseguridad, comparten la desdicha, la desgracia y ocasionalmente raciones de alimentos que cocinan en un fogón común, a la interperie, usando leña o carbón vegetal como combustible. El gas licuado de petróleo es un artículo de lujo en los bateyes abandonados.
Jackeline Mejía, vecina de Wilson y de otros infortunados, cocina tres libras de arroz para 11 personas que dependen de ella. Pero las raciones se achican cuando hay que pasarle un plato a un necesitado. Nosotros vivimos de la gracia de Dios. Si aparece un arrocito con huevo, con espagueti, vacío, lo compartimos. Vivimos en la pobreza, como Dios manda. No hay muchas opciones culinarias. Desaparecieron las frituras, fondas, comedores y pequeños negocios de expendio de alimentos. La Leña escasea y tumbar árboles para quemar carbón es riesgoso. Algunas personas tienen gallinas, cerdos, chivos, o una vaca de ordeño. Pero duermen como las guineas tuertas, por el azote de los ladrones. Muchos ancianos han fallecido, otros están enfermos. Hombres de edad promedio han perdido piezas dentales. No hay servicios médicos, ni seguro social. Los caminos vecinales empeoran, el transporte se dificulta y el agua es de mala calidad. El líquido es extraído de pozos, con energía eléctrica. Si no hay luz, no hay agua. Las huellas del abandono en los bateyes del CEA son palpables.
Dios nos ayuda a vivir, aunque sea a empujones, comenta Antonio Santana Guzmán, de 59 años. El CEA nos prometió jubilaciones, bonificación, prestaciones laborales, mejoría de viviendas, operativos médicos, programas sociales, nos prometieron de todo. Buche y pluma no má. Nos dejaron en estos bateyes a lo que coja mi bon.
Antonio Polanco se agrega al coro de lamentos: Nosotros vivimos como las ciguas, comiendo lo que encontramos. Da pena que un hombre como yo, que trabajó 40 años en el CEA, me pase el día sentado debajo de un palo, porque no hay trabajo, no hay nada que hacer. El CEA se olvidó de nosotros. Nos dejó aquí para que la muerte nos lleve. Los antiguos trabajadores de las comunidades cañeras quedaron a la deriva, abandonados a su propia suerte. Algunos jóvenes motoconchan, pero no es una actividad rentable. Otros se trasladan a realizar trabajos temporales en el Consorcio Vicini, uno de los más antiguos del país.
Opera desde 1983 en San Pedro de Macorís. Sus empleados y trabajadores mantienen mejores niveles de vida.
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Ley No. 141-97
En noviembre de 1997, en el primer Gobierno que encabezó Leonel Fernández Reyna, se creó la Comisión de Reforma de la Empresa Pública (CREP), adscrita a la Presidencia de la República.
Uno de sus considerando dice: Que el patrimonio nacional puede ser utilizado eficientemente para enfrentar la pobreza y devolver parte de la deuda social contraída con el pueblo dominicano desde una óptica de desarrollo sostenible. En su artículo tres, la referida ley describe a las empresas públicas sujetas a la aplicación de misma: Las empresas que integran la Corporación Dominicana de Empresas Estatales, La Corporación Dominicana de Electricidad, los hoteles que conforman la Corporación de Fomento de la Industria Hotelera y el Consejo Estatal del Azúcar (CEA).
Radiografía del batey
La vida en los bateyes abandonados por el CEA es áspera, difícil, monótona, saturada de precariedades, sin emociones, llámese Paloma, Victorina, Gautier, Plumita, Jengibre, La Redonda, Luisa, El Blanco, Gallareta, Canonillo o La Mula. Este último batey fue abandonado por sus habitantes.
Se puede escoger al azar uno de los 220 bateyes del CEA, o uno de los 54 centros cañeros de la provincia de San Pedro de Macorís. Todos padecen los mismos síntomas de enfermedades comunes: Abandono, desempleo, hambre, desnutrición, desempleo, precariedad, incertidumbre, inseguridad, falta de atención gubernamental, carencia de servicios y una retahíla de problemas que afectan a cada uno de sus habitantes. Cada familia carga con la desgracia a cuesta. Los bateyeros, como suelen identificar despectivamente a las personas que residen en estas comunidades aisladas, tienen su propia historia, desgarradora, descarnada, saturada de amargas y lastimosas anécdotas. La narran a grandes rasgos, con lujos de detalles, aunque en el fondo ninguno de ellos abrigan la esperanza de que las quejas y lamentos llegará a oídos de las autoridades responsables de su infortunio, o de los políticos locales que ocasionalmente se desplazaban a buscar votos a esos lugares en períodos de elecciones.
No hay diversión en estos bateyes. Proliferan los juegos de azar, las bancas de apuesta, los robos en pequeña escala. Los días son iguales, de lunes a domingo. Algunos juegan partidas de dominó para sofocar el tedio. Otros simplemente pasan los días debajo de los árboles.