Mister Brollón y la salud ocupacional

Mister Brollón y la salud ocupacional

Julio Ravelo Astacio

Por Julio Ravelo Astacio

A la memoria de un humilde y honorable cocolo. 1/2

Era un extranjero en nuestro país. Vino de las islas del Caribe de habla inglesa, alto, musculoso, de facciones fuertes. Nunca aprendió bien el español, como la gran mayoría de los cocolos, como se les llama en el Este. Tenía un trato cortés y hasta ceremonioso en el saludo, llegando a levantarse de su trabajo y descubrirse la cabeza para dar unos buenos días y preguntar por un familiar.

Por su trabajo le conocimos una gran cantidad de niños y adolescentes, que a marotear algunas frutas dedicábamos parte del tiempo libre o una que otra escapada.

Con el cocolo afable y respetuoso que más adelante supimos que su verdadero nombre era Mr. Brown John o John Brown, pero que por su pronunciación, comodidad y costumbre todos le llamábamos Mr. Brollón.

Su trabajo era muy particular, consistía en limpiar los rieles de la máquina o las líneas del ferrocarril de las yerbas que crecían entre las piedras, que junto a las traviesas servían para soportar el paso de las máquinas, motores, ambulancias, cigüeñas y otros medios de transporte que utilizaban las líneas o rieles para desplazarse.

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El Ingenio Santa Fe tenía ambulancias, unas ruedas con motor, cubierta en su parte trasera, donde se ubicaba la camilla. Uno de mis primeros grandes ejemplos que me llevaron a estudiar medicina fueron las veces que veía sereno, dedicado y afectuoso al Dr. Manuel Emilio Sánchez y Sánchez que hacia la travesía en estos ruidosos aparatos llevando atención médica a puntos donde era imposible llegar entonces mediante caminos o carreteras.

Volviendo a Mr. Brollón, debemos precisar que su trabajo lo realizaba desde la salida del sol hasta la puesta del mismo, y para llevarlo a cabo se valía de una difícil posición: inclinaba su larga anatomía para llevar sus manos al suelo, sus nalgas miraban al cielo en lo que parecía la búsqueda de su anterior posición fetal. Así pasaba horas mudando pequeños pasos porque era meticuloso el cocolo, en la realización de sus obligaciones y cuando limpiaba un trecho allí no quedaba ni una ramita de moriviví.

Él, siempre amistoso, nos guardaba cañas de las que se le caían a la máquina, y nosotros felices le saludábamos y conversábamos con él, aunque muchas veces no entendíamos lo que nos había querido decir; pero un par de pedazos de caña, una sonrisa y ponerse de pie para despedirnos era motivo más que suficiente para volver tan pronto se ofreciera la oportunidad a ver a nuestro amigo.

Pasaron los años, él continuaba sus labores, nosotros íbamos asumiendo otros niveles de responsabilidad y no podíamos verle con la frecuencia de antes. Cuando por fin, le volvimos a ver, y ya con algunos conocimientos de medicina, pudimos observar con dolor, que nuestro amigo se había prácticamente transformado.

Ya no podía realizar su anterior trabajo; sin embargo, se desplazaba por calles y caminos como si en realidad estuviera en plena faena. La diferencia consistía fundamentalmente en que ya no andaba sobre los rieles que vieron discurrir su vida.

La mocha, su instrumento de trabajo, fue sustituida por un corto trozo de madera resistente a modo de bastón. Estaba delgado, enflaquecido y envejecido de manera asombrosa, pero lo que poderosamente llamaba la atención era su marcha.

Caminaba con las piernas separadas, el cuerpo inclinado como en los tiempos mozos de su actividad laboral, sus manos agarraban angustiadas su pequeño bastón, los perros le ladraban a su paso, los niños más pequeños reían de su caminar.

Hace algo más de dos décadas me referí a este tema, pero sentí que quedé en deuda con los amigos lectores, al no aportar algunas consideraciones acerca de la salud ocupacional. Espero resarcir esa falla en la segunda parte de este trabajo. Les invito pues, para el próximo sábado.