Modernidad y devenir del tiempo cristiano

Modernidad y devenir del tiempo cristiano

La modernidad vive a expensas del tiempo. Su medición ha permeado la respiración de la vida actual, en su devenir lineal por conquistar el progreso social. La noción del tiempo que heredamos de la tradición judeo-cristiana y de la civilización occidental -que representa la imagen de la flecha hacia adelante-, parte de la idea de la creación del mundo y de su caída o destrucción apocalíptica. Es decir, desde el pecado original hasta la redención o paraíso, según la tradición bíblica. Esa concepción cristiana del tiempo simboliza la idea de abandono del pasado, en su búsqueda de purificación y felicidad de la vida espiritual. O, lo que es igual: por algo mejor y perenne. En aras de cambiar la imagen del futuro, el mundo cristiano occidental colocó como centro del tiempo el concepto de vida eterna, que habitará en el futuro, no así en el presente, lo cual crea en el ser humano un estado de incertidumbre y perplejidad, de miedo y duda ante el devenir. Esta filosofía mística es contraria a la experiencia filosófica de los antiguos griegos, quienes creían en la ataraxia, esto es, en un estado de imperturbabilidad del alma, tan caro a los estoicos.
La idea del tiempo para los cristianos se asemeja a la de los medievales, quienes creían en un estado del tiempo fuera del tiempo mismo, lo cual los emparenta en su concepción de la eternidad. Contrario a los hombres del Medievo, que no creían en el futuro, los cristianos creen en un futuro promisorio, pero eterno, que será el reino del paraíso final o “vida eterna”. Esta convicción místico-cristiana reside en el hecho del carácter efímero y pasajero de la vida terrenal y en la realidad de la extinción del mundo sublunar; de ahí su afán en la idea de la liberación del alma, antes que la de redimir al mundo físico y material, es decir: la de salvar el alma, no el cuerpo o la carne. En cambio, el hombre moderno no se afana en liberar su alma individual sino en aferrarse al progreso del futuro. Bajo el prisma de la modernidad, en efecto, el hombre persigue una redención colectiva. El cristiano busca, en cambio, a través de la salvación del alma, la salvación colectiva, y de ahí que el cristianismo sea una religión proselitista.
La pérdida de la fe en el porvenir constituye una actitud prohijada por el pesimismo, el escepticismo o el existencialismo, ante la derrota del amor como valor de la vida, y el temor a la muerte, como se expresan, en la actualidad, los conflictos interreligiosos, la violencia interétnica y la intolerancia ideológica del Viejo Mundo. Dijo Octavio Paz: “la sucesión temporal ya no domina nuestra imaginación, la cual ha retrocedido del futuro al presente. En lugar de ello, vivimos en una conjunción de tiempos y espacios, sincronización y confluencia, que convergen en el ´tiempo puro´ del instante”.
La crítica cristiana al instante, a la vida presente como placer y goce, ese carpe diem, que busca alejar la muerte, entra en conflicto con su idea de eternidad. Sin embargo, no existe la eternidad sin instantaneidad, sin ese puente de mediación donde reside el tiempo. El otro lado del tiempo, que vendría a ser la eternidad, ese tiempo sin historia que encarna la muerte, sería algo así como el espejo donde se refleja la vida del instante del hombre. Ahora bien, ese instante temporal vendría a representar lo profano, y la eternidad, lo sagrado: el tiempo sin retorno de la vida espiritual.
La modernidad se ha relativizado, contrario a la antigüedad, cuando se creía que todas las civilizaciones tenían la misma concepción del tiempo. Asistimos hoy a vislumbrar un futuro sin utopía, tras el naufragio del socialismo real, en 1989, con la caída del muro de Berlín, lo cual representó no el “fin de la historia” -como sentenció Fukuyama, o como Hegel en su época-, sino la clausura de una etapa histórica. La concepción misma del tiempo se ha relativizado ante el absoluto del movimiento vertiginoso del mundo social.
El hombre occidental tiene una fe muy acendrada en el tiempo, y esto hizo que la caída fuera más demoledora. Necesitamos, pues, hacer la crítica al tiempo que hicieron los orientales hace milenios, pero para eso tenemos que buscar una nueva realidad, construir otra vida, que, empero, está en otra parte, como dijo el vidente poeta Rimbaud, es decir, fuera del tiempo real. “La modernidad hizo una crítica del tiempo que está más allá, al proponer que el paraíso no se encontraba allá sino aquí, en la Historia y en el futuro… Ahora hemos aprendido que la Historia y el futuro son ilusiones”, sentenció el Premio Nobel mexicano Octavio Paz.
Esta concepción de la modernidad riñe con la cristiana, la cual postula que el paraíso reside no aquí en la tierra sino en el cielo, en el más allá. Ninguna religión basa sus creencias en el pasado o el presente sino en el futuro, pues es un estado del tiempo que aún no es, que es ilusorio, poshistórico, liberador y esperanzador. De ahí que todas postulen un paraíso que habita en el futuro como una forma de crear una ilusión y una esperanza de cambio y bienestar. En consecuencia, el fundamento filosófico de toda religión no reside en la historia sino en el mito de lo sagrado.
Si bien el monoteísmo construyó espléndidas catedrales y mezquitas, universidades y conventos, iglesias y basílicas no menos cierto es que le debemos también grandes pecados no como signos de civilización sino de barbarie: por ejemplo, la inquisición, las cruzadas, la esclavitud, el colonialismo, el odio y la intolerancia. Como hay religiones de paz, piedad y perdón, también las hay asesinas y reaccionarias. Solo que algunas permiten la crítica no como arma racional, sino de la libertad de culto, y otras prohíben la crítica porque no son religiones de paz sino de guerra. Como bien afirma de nuevo Octavio Paz: “Lo maravilloso de la civilización occidental es que pudimos criticar a la religión con el arma de la filosofía y la razón. Y luego pudimos criticar a la filosofía, o a la racionalidad, con el arma de la filosofía”.
Una religión monoteísta como el Islam, en virtud de que prohíbe el culto a las imágenes, no se desarrolló en la pintura y la escultura, sino que alcanzó un notable progreso, sin embargo, en la arquitectura, en tanto que, el cristianismo, como estimula la imaginación de los artistas, nos ofrece lienzos, iconos, frescos, retablos y esculturas en los que aparecen la vida de santos, ángeles, arcángeles, profetas, Dios y Jesucristo. Este desarrollo extraordinario del arte cristiano se debió, justamente, a la libertad técnica, expresiva y temática que la Iglesia Católica posibilitó, y también, a su mecenazgo.
De ahí el lugar y la trascendencia del Barroco, el Manierismo y el Renacimiento como grandes momentos en la historia del arte universal, en tanto expresiones de su impulso místico y teológico en el contexto del arte cristiano.
Así pues, en la historia del arte, la hagiografía cristiana exhibe gran esplendidez en iconos, murales y pinturas que exhibieron robusta y canónica hegemonía durante el Gótico, el Renacimiento y el Barroco.

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