Modernidad y embrujo del poder

Modernidad y embrujo del poder

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Temores y dudas mantengo sobre los beneficios de la modernidad como la entendemos en estos tiempos. Hay que no olvidar que los tiempos presentes de todas las épocas, los de Ramsés Segundo, y antes, cuando Sargón Primero, rey de los acadios y conquistador de los sumerios tres mil años antes de Cristo, o cuando el rey babilónico Hammurabi, por el dos mil cien y mil ochocientos antes de Cristo, desarrollaba su famoso Código y establecía reglas para una convivencia «civilizada», se trataban todos estos tiempos y algunos anteriores y todos los posteriores hasta estos días del Siglo XXI en que el señor Bush hijo se siente como el protagonista masculino de la película «Titanic» y, de pie en la proa del portentoso barco «insumergible» exclama eufórico «I, am the King of the World!».

Todos esos tiempos, como los de hoy, fueron y son modernos. Aquel personaje desconocido a quien el poeta latino Horacio se refería en su Oda «Quis fuit horrendus primus qui protulit enses» (Quién fue el horrendo ser que primero inventó la espada?) era un hombre moderno. Su invento significaba modernidad.

¿Es que la modernidad es la habilidad para matar?

¿Para someter a los más débiles a la voluntad de los más fuertes?

¿Es eso nuevo?

¿Es moderno?

Naturalmente que no. Lo moderno es la velocidad, el frenético discurrir del tiempo. ¿Han enloquecido los relojes y los calendarios?

Los sofistas griegos fueron los fundadores de la ética europea. Brindaron propuestos y consideraciones que hacen parecer huecas y  poco originales las teorías de Nietsche sobre el Superhombre u hombre superior. Platón pone en boca de Calicles (Georgias, secs. 483 y sigs) que la moral es un invento de los débiles para encadenar a los fuertes, un modo de someter al Superhombre a los límites y capacidades de las medianías. El sabio -sigue diciendo- se mantendrá imparcial y por encima de la «virtud» o «vicio», tendrá ambiciones grandiosas y buscará, como cualidades más nobles, la fuerza, el valor y la destreza para realizar aquellas.

El Transímaco de «La República» platoniana (libro I) proclama que «el que puede tiene la razón, pues la justicia no es sino el interés del más fuerte». Ahora bien, transímaco se cuida de anotar que se refiere a injusticia en gran escala, porque no es aconsejable ser injusto si no es en grandes proporciones.

Pero ¿qué sucede?
Se crea una distorsión en la percepción de las proporciones y extensiones del poder.

Desconociendo el consejo del Transímaco de Platón hay personajes que llegan al poder mediante elecciones que les otorgan un mandato de cuatro años pero, una vez en ese Palacio Nacional que hizo edificar Trujillo con visiones de eternidad (creyó durante cierto tiempo que su hijo Ramfis podría mantener la realidad de un poder omnímodo, como un malabarista mantiene en el aire cinco o seis pelotas), una vez allí, en el Palacio del sueño del generalísimo, caen en el embrujo milianuchesco del poder mágico y eterno.

Me parece que el generalísimo tuvo mayor consciencia de que el  poder tiene un final, de que las fuerzas se acaban y las circunstancias se transforman y cambian radicalmente. El, Trujillo, más que todos los que vinieron después, ingresando a ese Palacio consecuencial, es decir, resultado de circunstancias.

Pero no se detiene allí el problema. Los ministros, los secretarios de Estado, al menos, un número de ellos, se sienten arribados al Parnaso, se les endurece el cuello, elévase su mirada, se les «importantiza» el gesto, se muestran abstraídos, ausentes, dedicados a grandes problemas que si existen, ellos no pueden resolver, pero se imaginan que sí, en caso de que el Presidente de la República los escuche y acepte por válidas y buenas sus dubitativas elucubraciones. Y uno, si es recibido, se siente como un intruso que se ha escurrido hasta el Sancta-sanctórum para molestar con tonterías indignas a tan rutilante funcionario.

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