Molina, Jie Chen y Sinfónica en una noche memorable

Molina, Jie Chen y Sinfónica en una noche memorable

Asistir a un concierto sinfónico es siempre una experiencia maravillosa; es transportarnos a estadios sublimes alejados del “mundanal ruido”; pero hay noches especiales donde el “Duende”, ese poder misterioso que todos sienten y que al decir de Goethe, ningún filósofo ha podido explicar, gravitó con su hechizo durante este quinto concierto de la Temporada Sinfónica, dirigido por José Antonio Molina.
Con el concierto No. 2 para piano y orquesta de Sergei Rachmaninov, interpretado por la joven pianista china Jie Chen, dio apertura la noche musical.
El extraordinario inicio “Moderato” con su cadena de acordes, expuesto por las cuerdas, va aumentando en fuerza y suspenso; el piano cobra protagonismo, surge la majestuosa melodía de gran vuelo melódico, leimotiv de este maravilloso concierto; la solista impacta, el piano canta impregnado del romanticismo propio del autor con un sonido bello y potente, y luego del lirismo, Jie Chen asume los pasajes dramáticos de imponente fuerza y energía, con verdadero virtuosismo.
El segundo movimiento “Adagio sostenuto” está impregnado de hermosas melodías, y en un entrañable diálogo idílico, nostálgico, el piano cobra protagonismo; hay en la figura musical de la solista un reflejo fiel de la partitura. La orquesta acompaña admirablemente, siguiendo la pauta, el mandato preciso del maestro Molina, que logra la dialéctica perfecta, orquesta, solista.
El tercer movimiento “Allegro scherzando” de gran brillo y cautivante sonoridad, expone un bellísimo diálogo con el oboe –Dejan Kulenovic– ; el “tutti” orquestal enerva y luego, la solista hace galas de una técnica impactante que le permite mantener la claridad de articulación a cualquier velocidad, pero además imprime emoción a su interpretación, logrando una comunicación entrañable con el público, que le retribuye con una verdadera ovación.
En un periplo onírico, llevados por la música de Modest Mussorgsky, admiramos los “Cuadros de una Exposición”, reunidos en una muestra póstuma del pintor ruso Viktor Hartmann, a la que asistió el compositor en 1874, despertando su vena creadora, reflejando la impresión que le causara cada cuadro. Los “cuadros” –pictóricos como sonoros– van unidos mediante un corto motivo llamado Paseo –Promenade– expuesto por las trompetas, luego los metales en fanfarria, cuerdas y maderas desarrollan el tema que, con variaciones en intervalos, se escuchará a lo largo de la obra. La orquestación de Maurice Ravel con un lenguaje innovador pletórico de sutilezas, consigue una totalidad grandiosa.
Después de la introducción, el primer cuadro “Gnomos”, cuya música moderna, para la época, es de un realismo extraordinario, es el más romántico de los cuadros. “El viejo castillo”, es la visión de un palacio medieval, un castillo solitario en medio de un bosque, frente al cual un trovador entona una melancólica canción.
En este cuadro, la instrumentación de Ravel requiere el uso del saxofón para la melodía principal, y Gregorio Méndez consigue un excelente sonido de su instrumento, poco usual en los conciertos clásicos.
En “Las Tullerías” la música de esta graciosa pieza describe más que los jardines parisienses, el juego de niños que allí acuden. En “Bydlo” tradicional carro polaco de grandes ruedas, Mussorgsky emplea para este cuadro una bella melodía de huella rusa, que se eleva melancólicamente sobre el monótono movimiento del rústico vehículo.
“Bailes de polluelos en su cascarón” es un cuadro encantador, colorista. La sección de viento madera es la protagonista; con notas breves de flautas, oboes, clarinete, fagot y cuerdas en pizzicato, describen el cacareo de los polluelos. La orquesta alcanza aquí uno de los momentos de mayor plenitud.
La combinación de las cuerdas, madera y percusión representan el bullicio de “El Mercado de Limoges”, bello cuadro, verdadera filigrana musical. Del bullicio pasamos con el tronar de los trombones, graves, solemnes, al clima lúgubre de las “Catacumbas”, el cuadro sombrío logra sonoridades fantasmales impactantes.
La percusión hace su entrada triunfal por “La Gran Puerta de Kiev”; un canto religioso interrumpe. El tema triunfal retorna bajo los repiques de campanas de la antigua ciudad; se produce una explosión orquestal y tras breve pausa sobreviene el final, vibrante, apoteósico.
El trabajo minucioso del talentoso director consigue acoplar los diferentes ambientes de estos cuadros maravillosos, y con el excelente manejo del “Rubato” imprime a los tiempos de cada pieza una finalidad expresiva, plenamente lograda. El público, emocionado, se levantó de sus asientos y aplaudió largamente, consciente de haber asistido a una noche sinfónica extraordinaria, difícil de olvidar. Gracias, maestro Molina, por darnos lo mejor de sí, y por su entrega sin límites.

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