El príncipe Harry y Meghan Markle se miraron a los ojos y se comprometieron con su amor eterno el pasado sábado cuando se casaron en la capilla de San Jorge del castillo de Windsor, Inglaterra, frente a cientos de invitados famosos y millones de espectadores de todo el mundo.
Con un sol radiante iluminando el blanco de su vestido, diseñado por la británica Clare Waight Keller para Givenchy, la princesa americana de 36 años con una larga trayectoria de activismo por la igualdad de género, no ha sido entregada por nadie, entró sola a la capilla. Ahí estaba el primer mensaje del día.
Ataviado con su uniforme militar, la boda del príncipe Enrique, de 33 años, sexto en el orden de sucesión, con la ahora real alteza, la duquesa de Sussex, ha supuesto la culminación del proceso de modernización de la monarquía británica que tan magistralmente llevan años orquestando los nietos de la reina Isabel II. Tres pastores anglicanos se repartieron el trabajo en la capilla.
El enlace fue seguido por televisión por una audiencia global de millones de personas, y muchos entusiastas estuvieron presentes agitando banderitas desde las primeras horas de la mañana a lo largo del trayecto de la carroza nupcial hacia el castillo… como en los cuentos de Disney, una boda real más, pero con protagonistas y pinceladas distintas.
Como estaba previsto, Markle no juró “obedecer” al príncipe. En cambio ambos sí juraron “amarse, consolarse, honrarse y protegerse” mutuamente.
Tras la ceremonia religiosa se celebró una recepción en el salón de San Jorge del castillo, a la que asistieron 600 invitados en la que la novia se puso un vestido de una pieza con cuello halter, del mismo tono blanco inmaculado.
Aquí cantó para ellos sir Elton John, otro momento memorable de la boda.
Tiempo después, la pareja partió en un jaguar descapotable conducido por el novio rumbo a la Frogmore House, una casa de campo adyacente al castillo de Windsor, donde disfrutaron de una segunda recepción a la que asistieron 200 familiares y amigos íntimos.