Monseñor ha desempeñado un papel excepcional como Obispo misionero en la República Dominicana. Originario de España, su compromiso y cercanía con la comunidad dominicana lo han convertido en un verdadero dominicano, afianzando su devoción a nuestra Madre y Protectora, la Virgen de la Altagracia, y colaborando con tanta alegría y abnegación en los compromisos apostólicos asignados por el Arzobispo de Santo Domingo Monseñor Francisco Ozoria.
Felices de haberle tenido como pastor, mejor dicho, como un buen pastor.
San Agustín habló extensamente sobre la conducta y las responsabilidades de un obispo en sus escritos. En su obra «La Ciudad de Dios», enfatizó que un buen obispo debe ser un ejemplo de humildad, compasión y dedicación a su rebaño. Creo que estas condiciones recomendadas por este gran Santo y Doctor de la Iglesia se han cumplido con una excelente calificación en la Arquidiócesis de Santo Domingo, en un servicio misionero excepcional que ha animado a los fieles en el seguimiento a Cristo.
Llegó a nuestras tierras en plena pandemia y eso nunca detuvo su misión. Se hizo prójimo, próximo, cercano. Para ilustrarlo, cuando era invitado por el Movimiento de Cursillos, nunca faltaba, soy testigo de lo que escribo porque es mi comunidad (en Cursillos, en Ultreyas, incluso a través de sus fabulosos escritos en nuestra revista Palanca); también se le veía en tantas parroquias (en la mía, Claret, celebraba mucho con Emaús, también le vi con los carismáticos, etc.). Se hacía uno con cada comunidad. Y fue más allá aún, por citar algo concreto, acudía junto al Padre Domingo Legua y mis hermanos cursillistas a la Pastoral de la Calle, y sigo, no se detenía, acudía a las invitaciones de los medios de comunicación, Televida, Radio María e incluso medios seculares. Muchas veces presidía las Eucaristías en nuestra Catedral de Santo Domingo y la Catedral Castrense de Santa Bárbara. Visitaba los monasterios, incluso las cárceles, la lista era interminable. Su titánica labor pastoral se destacó por su gran amor y cuidado tanto a los sacerdotes, religiosas y laicos, animándonos y reanimándonos a seguir fielmente tras los pasos de Jesús.
En lo personal, y le agradezco públicamente e inmensamente el animarme a seguir escribiendo. Definitivamente, su empatía es única al involucrarse activamente con nuestro pueblo, lo que le convierte en un embajador perenne de nuestra dominicanidad.
Gracias por tanto, querido Monseñor. Su apoyo y orientación de manera incondicional quedarán por siempre en nosotros. Usted, sin lugar a dudas, ha sido, es y será un faro de luz en la labor misionera en la República Dominicana, cuyo legado perdurará por siempre en nuestros corazones.
Aunque parte hacia España el 21 de febrero, habrá una misa de despedida el domingo 18 de febrero a las 12:00 m. en nuestra Catedral de Santo Domingo. ¡Todos estamos invitados!