Monseñor Tomas Abreu:  excepcional testigo de hechos sociales, políticos y religiosos

Monseñor Tomas Abreu:  excepcional testigo de hechos sociales, políticos y religiosos

POR ÁNGELA PEÑA
Han transcurrido más de sesenta años desde que monseñor Jerónimo Tomás Abreu Herrera dejó su casa y su familia para consagrar su vida al sacerdocio y, sin embargo, aún está fresco en su memoria el patético cuadro de su madre entregándolo a la Virgen, en el Santo Cerro, y el Valle de La Vega Real como teñido de sangre por las encendidas amapolas carmín que cubrían las plantaciones de café y de cacao.

El país sufría la escasez de neumáticos producida por la Segunda Guerra Mundial y Eva María llevó al hijo a caballo al Seminario Menor Padre Fantino pero antes de encomendarlo al padre Cipriano Rodríguez, el rector, y a los sacerdotes Juan Greco, Eloy Mariscal y Basilio Barral, jesuitas españoles que serían sus maestros, la piadosa mujer amarró la montura e introduciéndolo al santuario, ambos arrodillados, pidió a las Mercedes con ojos inundados de lágrimas: “Virgencita, este niño nunca se ha separado de mí, tú vas a ser de ahora en adelante su madre, tú me lo vas a cuidar”. Hoy, el humilde mitrado que ya celebró Bodas de oro como obispo y que este año cumplirá la edad del retiro, recuerda emocionado aquella tierna escena. “Nunca olvidaré ese momento, y efectivamente, la Virgen me tomó bajo su manto, hasta el día de hoy he sido un privilegiado de la Virgen”.

No tuvo más infancia que los estudios previos a su vocación en la escuela de su natal Pinar Quemado, de Jarabacoa, el juego de bellugas cuya partida echaba por él Miguel Ángel Hernando Ramírez, que nunca perdía, en apuestas con Viriato Antonio Durán y Hugo Durán Hernando, sus condiscípulos, y el rezo diario de las siete de la noche, frente al altar materno. “Cada vez que sonaban las campanas anunciando el Ángelus corría desde donde estuviera a rezar con mamá y mis hermanos, todos, menos papá que estaba al lado, en el comercio”. Don Juan Tomás Abreu era propietario de un negocio de compra y venta de frutos que ofrecía al por mayor y al detalle.

El pequeño, sobrino del famoso padre Abreu que es un símbolo en La Romana por sus obras de caridad, creció en ambiente de fervor cristiano. Iba los sábados al catecismo con el padre Sabatín y fue monaguillo que ayudaba a misa respondiendo en latín. Su madre lo llevaba al templo casi a diario. Por eso respondió afirmativamente cuando el cura preguntó a él y a Carlos Manuel Nouel, otro clérigo, si querían ingresar al seminario. “El llamado especial que sentí fue la inclinación por Él que el Señor me puso en el alma. Yo tenía una devoción, un amor, un gozo en Dios, que disfrutaba todavía muchacho”, comenta.

Sentado en la plácida mecedora de la sala sin lujos, aún convaleciente de una intervención quirúrgica, monseñor Abreu es un caudal de experiencias cristianas, un archivo humano que ha registrado en su memoria lúcida hechos sociales, políticos, clericales. Se adentra a profundidad en el trujillato y puede hablar con propiedad de los defensores y amigos del dictador pues trató al arzobispo Pittini y fue discípulo del padre Luis González Posada, ambos famosos por su estrecha relación con el tirano. Pero también posee autoridad para conversar en torno a los que adversaron y fueron víctimas del “Jefe” porque fue el canciller de Monseñor Panal, en La Vega, compañero de estudios y sacerdocio del padre Daniel Cruz Inoa, apresados y perseguidos, uno por la célebre homilía en que enrostró al caudillo sus crímenes, otro por su participación en el Movimiento 14 de Junio, y de monseñor Luis Federico Henríquez, al que Trujillo siempre respetó, porque le temía, afirma.

“Pasó sus últimos días al lado del obispado, en La Vega, porque los esbirros de Trujillo le quemaron su casa, por antitrujillista, no desde el momento en que Panal cayó en desgracia, sino desde que era párroco en San Francisco de Macorís. Trujillo le tenía miedo porque podía movilizar tres mil hombres con un machete en la mano en cuestión de horas, eran los miembros de su Hermandad de San Isidro, que vestían de fuerte azul. Henríquez era un carácter muy tremendo, un opositor abierto de Trujillo, no lo escondía y a Trujillo no se le ocurrió nunca ponerle la mano”.

Abreu heredó las serenas virtudes de Panal, pero también fue el destinatario de su testimonio personal en cuanto a lo que ocurrió entre el sacerdote y el déspota. De Panal habla con inocultable admiración, aunque el detalle de éste que más le impresionó fue la visita que ambos realizaron a Cevicos, Cotuí, a pedir al padre Francisco Sicard que abandonara la parroquia pues “se había convertido en un propagandista furibundo del PRD, que acababa de llegar al país”. El gesto severo que asumió entonces, refiere, contrastaba con su humildad, suavidad, y el increíble sentido del humor que poseía, “como andaluz al fin”.

Sicard, que después colgó los hábitos, se ordenó junto a Abreu el 29 de junio de 1955, en la catedral de Santo Domingo, en ceremonia presidida por el nuncio Salvatore Siino. Los demás consagrados ese día fueron Marcial Silva, Bolívar Abreu, Daniel Cruz, Pedro Ramírez y Luis Taveras. Ramírez y Abreu también abandonaron el clero.

UN MILAGRO

Monseñor Abreu, que nació el 30 de septiembre de 1930, es un vigoroso e inagotable narrador de acontecimientos históricos poco divulgados que cuenta con detalles, como lo hace con su trayectoria personal que es casi la misma de la Iglesia. De Panal dice que no tuvo actuación antitrujillista hasta 1959 “cuando Trujillo se volvió prácticamente loco y comenzó a matar gente, a atacar a los obispos Panal, Reilly que, como extranjeros, podían hablar libremente, más libres que los dominicanos”.

Pero agrega que Fray Leopoldo de Ubrique (Panal) no la emprendió contra el régimen en aquel famoso sermón, “lo que hizo fue pedir a Trujillo, delante de él, en la catedral de La Vega, con palabras muy correctas, moderadas, pero sin rodeos, que detuviera el baño de sangre que estaba sufriendo el país, que su régimen no podía seguir llevando luto a tantas familias y Trujillo lo escuchó, según me dijo, muy tranquilo, sentado en su sillón al lado del presbiterio, con un reclinatorio delante adonde monseñor le pidió que se arrodillara en el momento de dar la bendición con el Santísimo Sacramento porque él permanecía de pies y monseñor tuvo que decirle: Querido Jefe, arrodíllese”.

Abreu considera que este hecho carecería de importancia para el dictador si dos leales colaboradores no le hubiesen dicho que aquello fue una humillación. “Hubiera hecho caso omiso, lo demás fue consecuencia de lo que esos señores le metieron en la cabeza” porque, refiere, “Trujillo respetaba mucho a monseñor Panal. Cuando éste iba al Palacio lo recibía con honores, lo escuchaba atento, me decía, lo tenía en un lugar muy especial. Monseñor Panal no tenía porque hablar contra Trujillo en una forma ofensiva”.

Luego vinieron la profanación, la persecución. Cuando irrumpieron las prostitutas en la misa bailando al ritmo de un perico ripiao, monseñor Henríquez aguardaba al lado del purpurado con un candelabro en la mano, narra Abreu, para responder cualquier agresión física. El obispo no se amedrentó, asegura monseñor, madrugaba para ir a confesar a la catedral horas antes de la misa de seis. “Los calieses lo estaban acechando para ver si lo podían liquidar a esas horas, pero ellos mismos confiesan que veían tanta gente en torno a monseñor Panal que nunca se atrevieron a acercarse, y se sabe que él iba solo. Eso para mí es un milagro, la protección divina a un siervo suyo”.

PIDE PERDON

La plática de este pastor de almas con voz y postura de santo que es monseñor Abreu, se torna cada vez más reveladora en las inolvidables horas del encuentro. No luce agotado pese a haber compartido una actividad de un día en una de las cuatro comunidades que administra en la diócesis que inauguró y para la que ha logrado tantas obras desde que la encontró sin carreteras, sin agua ni espiritualidad ni mucho pan, con calles polvorientas y débil la promoción humana y campesina.

De sus años en el Seminario Pontificio Santo Tomás de Aquino al que entró el ocho de mayo de 1948, recuerda a su segundo rector, el padre Ceferino Ruiz, a sus instructores Ignacio Lamamiere de Clairac, Láutico García, José María Uranga, el padre Álvarez… Después de obtener licenciatura en Filosofía en la Universidad de Santo Domingo, viajó a la Pontificia Universidad Lateranense de Roma donde estudió Derecho Canónico. Hizo cursos de pastoral de conjunto, fue delegado en encuentros del CELAM, construyó parroquia en Bonao, donde estuvo varios años, fue párroco de San Francisco de Macorís hasta que fue electo obispo Mao-Montecristi cuando se creó la diócesis el 15 de enero de 1978, dos meses antes de que el Nuncio Giovanni Gravelli lo ordenara obispo, el cuatro de marzo.

Este 2005, arriba a la edad de su renuncia que no se sabe si aceptará o no el Santo Padre. De ninguna manera se retirará de Mao. Entregará la casa donde vive, el vehículo en que se moviliza, y cargará la misma humilde maleta con que llegó hace 27 años, pero no se desvinculará de la Iglesia y morirá en Valverde en cuya catedral quiere ser enterrado.

Todavía, empero, no piensa en despedidas ni partidas. Lo único que hace, por ahora, es pedir perdón. “A todos los que, quizás sin pretenderlo, he podido ofender, disgustar, en estos cincuenta años de sacerdocio, en estos 27 de obispo, me daría mucho gusto que se acercaran a mí y me expresaran su perdón, que yo les solicito con mucha humildad… Que todo el mundo sepa que perdono, que no hay en mí ningún sentimiento de rencor…”.

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