Montaigne y su legado

Montaigne y su legado

La gran desgracia de un autor es que se vuelva un clásico, pues deja de leerse,
se fosiliza, y solo se lee en clases o por algunos iniciados.
En este pozo cayó, desdichadamente, Miguel de Montaigne.

Se le niega su condición de filósofo, y por eso no entra en el canon, ni en la tradición del pensamiento occidental. Tampoco es un autor de moda, ni aun en Francia, como Proust, Balzac, Descartes o Camus. Si Montaigne acusa un bajo índice de lectura, se debe a que fue un filósofo, y esta sentencia ahuyenta a los profanos; tampoco fue un filósofo sistemático, y esto espanta a los especialistas. En efecto, es el autor que todo el mundo admira, pero que pocos leen. Acaso si hubiera publicado novelas, habría sido más leído. O si hubiera escrito tratados como Marx o Hegel. O si hubiera redactado fragmentos y aforismos como Pascal o Nietzsche, Cioran o La Rouchefoucauld. Así pues, no fue ni un aforista ni un tratadista, sino el inventor del ensayo moderno. Pero, como buen francés, no supo escribir tratados, como los pensadores alemanes, y optó por dejar un legado literario de lectura de cabecera, que se lee como una novela de ideas. Sin embargo, si la lengua inglesa tiene a Shakespeare, la alemana a Goethe, la española a Cervantes y la italiana a Dante, la francesa tiene a su Montaigne. No al dramaturgo, ni al novelista ni al autor épico, sino al ensayista literario, inventor del género; que no nace de la epopeya –como la novela cervantina–, ni del teatro, ni de la poesía lírica, sino de su propio talento inventivo y creador, acaso del género confesional. Era natural que no naciera de Aristóteles, por su espíritu de sistema. Pero debió partir de los Diálogos platónicos, de las Cartas de Séneca, de los Discursos de Cicerón o de las Vidas de Plutarco (que devinieron en el género de la biografía), pues fueron sus grandes influencias.
Montaigne fue un artífice del lenguaje, y también, por qué no, del pensamiento literario. Si se le regatea su condición de filósofo es porque filosofa a la manera antigua. Y eso se debe –a mi juicio– a que solo leía a los clásicos antiguos. Sus temas son universales, pero su prosa es clásica. Los historiadores de la filosofía lo han condenado al ostracismo porque, acaso, representa la mala conciencia del filósofo clásico y moderno. “Montaigne es de cualquier época, o de ninguna, y si los historiadores de la filosofía no lo quieren en absoluto, es porque les quita la razón, casi siempre, y desenmascara lo sórdido de su oficio”, dice André Comte Sponville. Los historiadores del pensamiento filosófico lo consideran un literato, una forma eufemística de situarlo, no en la tradición filosófica, sino en la tradición literaria. Es decir, lo visualizan como un escritor, pues no fue sistemático, y los escritores lo definen como un filósofo, ya que no escribió poesía, ni novela, ni cuento, ni teatro.
Autor no de varios libros sino de un libro total, escrito sin plan previo, ni método, y al ritmo de sus lecturas y observaciones, Montaigne fue un pensador enciclopédico, cuyo despliegue de conocimiento, deslumbra. Supo metabolizar la erudición, lo cual impidió que esta ahogara su inteligencia. No se rebeló contra el saber libresco, sino que lo asimiló, imprimiéndole su estilo de pensamiento. Filosofó sin métodos y sin espíritu de sistema, lo que posibilita que cada lector busque y encuentre el tema o la idea que desea como experiencia intelectual, sin pretensión de adoctrinamiento. Buscó menos moralizar que educar, y de ahí el éxito de sus ensayos, que llevan la impronta de su personalidad sapiencial. Nos legó el conocimiento de sí mismo, con el que cada lector se reconoce y encuentra. “Montaigne, es cierto, no nos aporta ningún método -dice André Gide- ningún sistema filosófico o social. Nada menos ordenado que su pensamiento; lo deja debatirse y correr al azar. E incluso su duda permanente, que hizo que Emerson lo considerara como el representante más perfecto del escepticismo”. Las ideas de Montaigne no son abstractas sino concretas: fluyen, se contradicen, de modo ágil, sonriente, y aun juguetonas, siempre críticas, mas nunca tajantes. Dice André Gide, en su antología Montaigne: páginas inmortales: “Algunos, como por ejemplo Pascal y Kant, buscan en Montaigne un cristiano; otros, como Emerson, un parangón del escepticismo; otros más, un precursor de Voltaire; Saint-Beuve llegaba incluso a ver en los Ensayos una especie de preparación, de antecámara, para la Ética de Spinoza”. En realidad, Montaigne ilumina zonas de nuestra personalidad con una sorprendente lucidez, hasta penetrar en el alma humana, como Shakespeare, Cervantes o Goethe. O en la modernidad, como Proust y Dostoievski.
Montaigne no fue un patriota sino un humanista, es decir, para él, el sentimiento de Nación estaba subordinado al de ciudadanía universal. De ahí que se opusiera al Descubrimiento y Colonización del Nuevo Mundo.
De Michel de Montaigne podemos decir, que siempre aprenderemos con sus Ensayos porque nos habló de todo el saber humano, por lo que podemos tomar y dejar lo que nos plazca. Crítico del Humanismo renacentista, aunque lector de Erasmo, Sexto Empírico y Cornelio Agrippa, Montaigne optó por la duda como razonamiento para encarar el saber de su tiempo. A los ojos del lector contemporáneo, parece un agnóstico. Sin embargo, lo cierto es que fue un escéptico proactivo, de mentalidad plural y crítica: un hombre moderno, en el seno de la clasicidad. Acaso su vigencia reside en que sigue siendo nuestro contemporáneo. Dice su biógrafo Peter Burke: “En su deseo de despojar de afectación la vida pública, Montaigne fue, como La Boetie, un moralista de la tradición estoica”.
Aceptemos que Montaigne se retiró a meditar a su castillo, a redactar sus Ensayos, hastiado de la vida pública y burocrática.Pero, además, lo cierto es que buscó la soledad y la tranquilidad espiritual para alejarse del “mundanal ruido”, a la “vida retirada”, como Fray Luis de León -no al bosque como Thoreau–, para escribir la Obra de su vida. Leído por Shakespeare, Freud, Nietzsche, Thomas Browne, William Hazlitt, Cyrano de Bergerac o Erasmo, y en el siglo XX, por Levi Strauss o Adolfo Castañón, Montaigne nos habla a la conciencia, al modo de epístolas y soliloquios. Quizás por eso nos suena tan íntimo; de ahí la eficacia de sus sentencias y la permanencia de su voz omnisciente.Podría decirse que Montaigne fue un filósofo de los sentimientos humanos, es decir, un filósofo moral, al estilo de los antiguos. Leído a fines del siglo XVI (solo entre 1580 y 1588 se hicieron cinco ediciones de los Ensayos), pero durante los siglos XVII y XVIII fue silenciado. E.M. Forster dijo: “Mis legisladores son Erasmo y Montaigne, no Moisés y San Pablo”.
A más de tres lustros del siglo XXI, pocos son los autores clásicos que tienen su actualidad, la virtud de hablar tan directamente al oído de la contemporaneidad. Acaso porque empleó el método de proponer ideas sin conclusiones, no con afán de adoctrinar, sino de emitir sus puntos de vista sobre su entorno, el mundo de la realidad social y psicológica, a partir de sus observaciones y su cultura clásica y antigua.

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