Alguien dijo que la hipocresía es un elogio a la virtud y las buenas costumbres; proviene del temor al castigo y al rechazo cuando se realizan conductas consideradas socialmente incorrectas.
Los sociólogos distinguen entre la moral oficial o pública, correspondiente a autoridades y a personas civiles, prescrita en sus roles culturalmente institucionalizados; y la moral privada, relativa a conductas propiamente individuales y privadas. Cuando investigan la conducta humana tienen sumo cuidado con las denominadas “respuestas convencionales”, es decir, las respuestas social o moralmente “correctas”. Por ejemplo, muy pocas personas responden “No” a la pregunta: ¿Ama usted a su padre? ¿Piensa usted que todos los seres humanos son iguales? ¿Cree usted que mujeres y hombres tienen iguales deberes en cuanto al cuidado de los hijos? Son preguntas respecto a las cuales muchas personas no están en condiciones de decir pública y abiertamente lo que piensan.
Las clases medias son un caso especial de lo que podríamos llamar doble moral y “el manejo de las apariencias”. Ya se trate de exhibir estilos de vida, o de condiciones y gustos respecto a una gran variedad de temas. Suelen ser más cuidadosas de las apariencias que los pobres, quienes “no tienen nada que perder”; y que los ricos: que “no tienen nada más que anhelar”. La clase media medra en “el mercado de la personalidad”, presentando sus mejores imágenes. En el plano de la opinión pública, existe la tendencia de las personas de clase media a estar de acuerdo, por ejemplo, respecto a que la corrupción administrativa es “un flagelo” que da latigazos a la institucionalidad democrática y a “las necesidades de orden, justicia y paz que tienen el pueblo y el país”. Sumamente interesante resultaría una investigación basada en una serie de entrevista en profundidad, a funcionarios connotadamente corruptos; ya que posiblemente ellos piensen y opinen sobre la corrupción, acaso sinceramente, más o menos lo mismo que la mayoría de los ciudadanos. Es por eso que solemos ver a ex-acusados, y declarados-inocentes por nuestras cortes, sonriendo de oreja a oreja, convencidos de que ellos no han hecho otra cosa que “lo mismo que harían otros si estuviesen en situaciones semejantes a la suyas. Por eso no es extraño verlos ocasionalmente participar en cualquier marcha o manifestación protestando contra la corrupción y las injusticias sociales; junto a otros individuos que solo están en apariencia o solo superficialmente en contra de la corrupción (“de los otros”), sin que haya un verdadero compromiso contra dicho mal social. Ese tipo de moralidad superflua está relacionada con lo que Parsons llamaba “particularismo”, en un contexto de relaciones de consanguinidad y cargadas de afectividad, que caracterizan a una sociedad en que demasiadas personas están vinculadas por lazos primarios y particulares a funcionarios y detentadores del poder de cualquier especie (incluidos narcos, lavadores, riferos, y “sindicalistas”, “comunicadores” y afines). Un fenómeno que atraviesa la sociedad dominicana completa; agudizado por la presión consumista, que hace sentir vergüenza a aquellos cuyos ingresos solo alcanzan para encender el fogón con unos bananos al vapor.