Mucho que corregir

Mucho que corregir

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
De arrancada parece que sí, que hemos avanzado. Digo, la humanidad. Y pensamos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en la  Convención de Ginebra para el trato de los prisioneros de guerra, en la prohibición de la tortura, en el Derecho de Gentes, en las instituciones internacionales suntuosamente establecidas para mediar en los conflictos entre intereses gubernamentales de países fuertes y dispuestos a efectuar agresiones contra territorios más débiles -o tenidos como tales, sin contar con la extraña fuerza que otorga la desesperación-, actitudes violentas fácilmente predecibles sin necesidad de que intervengan sofisticados sistemas de espionaje, vigilancia o “inteligencia”.

Los pactos se irrespetan. Los organismos internacionales se doblegan ante la arrogante fuerza. Los pueblos lucen, salvo excepciones nórdicas, desconcertados. Cambian las fórmulas accionales pero no las esencias de las sumisiones al poder.

Los peligros de muerte por discrepancia, de cualquier tipo, con los pareceres del gran poder, se han sutilizado. Curiosamente. Hoy no veremos ni nos enteraremos por prensa y televisión que un rico personaje como el canónigo Nicolás d’Orgemont, víctima de una venganza de los Armagnac, fue paseado en un carro de basura por París en 1416, con un gran manto violeta y gorra del mismo color, para llevarlo a presenciar la decapitación de dos compañeros, antes de ser encarcelado él mismo de por vida “au pain de doleur et á eaue d’angoise”, bajo dolor y angustia (tortura) según narra el historiador holandés Johan Huizinga en “El Otoño de la Edad Media”, conforme a un texto medieval.

No. Las torturas se han “civilizado”. Son cotidianas para que uno se acostumbre a pesar de que, imagino, sospecharán algunos poderosos que no es posible acostumbrarse a lo malo, a lo cruel, a lo inhumano.

No tengo la menor idea de la razón por la cual, desde mi infancia solitaria, me interesé tanto en Shakespeare. Un tomo de sus Obras Completas apareció inexplicablemente frente a mi, en una edición original de 1927, obligándome a bucear, diccionario inglés-español en mano, hasta comprender el decir del poeta. Lo abrí en sus Sonetos. El Sesentaiséis (cometeré el sacrilegio de traducirlo) dice: Fatigado de todo esto, clamo por el descanso de la muerte/ Pues al contemplar al mérito nacer mendigo/ y al que nada necesita orlado de festividades/ y la más pura fé infelizmente abjurada/ y el dorado honor vergonzosamente desplazado/ y la virtud rudamente estuprada… (etc)… No me atrevo a continuar por respeto al autor y porque me parece suficiente.

Lo cierto es que estoy desconcertado.

Nuestro Presidente de la República, Leonel Fernández, ha recibido un apoyo público, ha sentido los reflejos de una ilusión y una esperanza en su mandato, que le otorgan fuerza para tomar decisiones de enorme solidez y -aunque parezca excesivo- de grandes posibilidades de perdurabilidad.

¿Por qué no es una esperanza desmesurada?

Porque mucho de lo malo del Generalísimo Trujillo aún perdura. Desordenadamente. Perdura por la solidez con que fue puesto ante la Nación.

¿Qué lo malo, lo maligno, tiene más fuerza que lo benigno? ¿Qué la bondad es más débil que la maldad, por razones gravitacionales que trascienden los propósitos de un artículo de prensa?

Sí.

Pero Fernández tiene la obligación de hacer lo bueno que puede hacer.

Existe un antiguo proverbio francés que aconseja: “Haz lo que debas, y que suceda lo que debe suceder”.

Y hay mucho que corregir.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas