¡Muera la cultura; viva la «yipeta»!

¡Muera la cultura; viva la «yipeta»!

MANUEL E. GOMEZ PIETERZ
La invención de la imprenta por Johannes Gutenberg alrededor del año 1440, es generalmente considerada como el mayor acontecimiento de la historia humana. El tipo metálico móvil sacó al libro de la sombría lentitud del claustro para emprender la larga y fructífera ruta del mercado abierto por igual al poderoso como al parroquiano común.

Bien podría ser escogido el libro sin violentar la semiótica, como perfecta representación iconográfica de la cultura. Semejantemente en nuestro medio dominicano, la «yipeta» ha devenido en símbolo de ostentación, opulencia, de real o simulada riqueza, de expresión de estatus y de proximidad al poder político, y en incontables casos en el no deseable ni disimulable efecto delator de corrupción e ilícito enriquecimiento de sus impertérritos dueños. Nos movió a escribir el presente artículo, el rumor, infundado o no, de que en los predios del fiscalismo había el propósito de establecer un gravamen sobre la importación de libros; y como en el país nuestro las obras suelen estar más próximas al absurdo que a la racionalidad, y como por otra parte, en su finalidad y utilidad social la distancia que media entre el libro y la «yipeta», nos luce infinita, decidimos por si las moscas, aventurar unas cuantas opiniones.

El interrogante: « ¿Por qué los libros y no las «yipetas»? », provoca la exclamación que titula este artículo. Exclamación que estaría reflejando la escala de valoración prevaleciente en la expresión de la voluntad política en nuestro país. Es evidente el desfase que hoy existe entre la voluntad política y la civil. Entre las prioridades de lo que hace el gobierno y las que espera el elector que el gobierno haga. Un ciudadano elector que de clase media hacia abajo ha sufrido los ultrajantes rigores de una crisis desatada y profundizada por una voraz jauría de políticos corruptos y corruptores que en beneficio propio y perjuicio de la mayoría empobrecida saquearon el erario de la república y hoy pasean su arrogante opulencia con el «enyipetado» blindaje de la impunidad.

La magnitud del saqueo de la república por el gobierno del PPH, guarda no poca proporción con el descomunal engrosamiento de una deuda externa que en apenas cuatro años se duplicó y pesará onerosamente sobre nuestro porvenir; porque una sustancial porción de esa deuda más que probablemente ha engrosado la bolsa de los políticos corruptos y sus paniaguados secuaces.

El vapuleado ciudadano que intuye que en la recuperación del país tendrá que pagar adicionalmente los platos rotos de la crisis mientras los responsables disfrutan de su cuantiosa y mal habida riqueza; lo menos que puede esperar y exigir es la prioritaria restauración de la moral pública que sólo el ejemplar y justo castigo de los responsables podría lograr. Para que la catástrofe sea irrepetible, y el costo de la recuperación del país no pese exclusivamente sobre las víctimas de la crisis, sino sobre los mal habidos bienes de sus corruptos victimarios. De ello dependerá el fortalecimiento de la actitud de cooperación del ciudadano común, tanto como la positiva valoración final del desempeño de la actual administración. Es necesario que en esta etapa de recuperación y relanzamiento, lo cualitativo predomine sobre lo cuantitativo; lo moral sobre lo material, y lo público sobre lo particular.

La sociedad dominicana toda, atraviesa una crítica coyuntura matizada por la extrema pobreza que conjugada con inéditas formas de delincuencia, podría inducir en las mayorías un sentimiento generalizado de frustración y desesperanza que las incite a no creer en la autoridad y a poner las cosas en sus propias manos. Es el temible momento de la acción directa. Cuyo atisbo muy preocupante se ha producido recientemente en un sector de la comunidad de Santiago para crear sus propios medios de prevención y castigo de la delincuencia. Aunque en forma organizada y controlada, es un acto de acción directa y de cuestionamiento del Estado ineficaz. Una peligrosa situación justificada por un estado de necesidad que de generalizarse conduce indefectiblemente a la anarquía y finalmente a la ruptura del estado de derecho.

El Gobierno debe avisparse y decidir claramente y sin ambages para quienes va a gobernar, y actuar firmemente como lo que es: el poderoso brazo ejecutivo del Estado, no del partido o de grupos particulares y apuntar precisa y permanentemente a la diana del bien común.

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