Muere Ronald Reagan en su querida California

Muere Ronald Reagan en su querida California

WASHINGTON (EFE).- Ronald Reagan, el hombre que tras años de incertidumbre y desasosiego devolvió a EEUU el orgullo de ser «una nación demasiado grande como para conformarse con pequeños sueños», se durmió ayer para siempre a los 93 años en su querida California.

Ronald Reagan, el 40 presidente de Estados Unidos, conocido con el sobrenombre de «El gran comunicador», se apagó tranquilo, rodeado del mismo silencio al que el Alzheimer lo relegó durante los últimos años de su vida en su casa de Los Angeles.

A su lado, como había ocurrido cada día desde que se casaron en 1952, estaba Nancy, la mujer que puso su vida al servicio de Reagan y que, además de su esposa, fue su principal asesora -a veces para su desgracia-, tanto fuera, como dentro de la Casa Blanca.

Nancy fue también la madre de dos de sus hijos, Patti y Ronald, pero la familia nunca fue el fuerte de esta pareja que, aún defendiendo los valores tradicionales, siempre obviaron los avatares de su descendencia para dedicarse, casi exclusivamente, el uno al otro.

Nancy, sin embargo, no fue su única esposa. Ronald Reagan, un actor de Hollywood que nunca llegó al estrellato, se casó antes, en 1940, con la también actriz Jane Wyman -la inolvidable protagonista de la sordomuda «Belinda»- con la que tuvo una hija, Maureen, y con la que adoptó otro niño, Michael.

El matrimonio se vino abajo definitivamente en 1949, en parte debido a la mayor participación de Ronnie en los trabajos del Sindicato de Actores, una organización que posteriormente presidió y desde la que llevó a cabo una importante actividad anticomunista durante la época de la «caza de brujas» del oscuro «mccarthysmo».

Documentos posteriores de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) demuestran que Reagan fue un importante informante-delator de compañeros que pudieron estar relacionados con actividades comunistas en Hollywood.

Nacido en Tampico, Illinois, en 1911, en el humilde hogar del zapatero Jack Reagan y su esposa, Nelle; Ronald creció en un ambiente demócrata-liberal y, tras quedarse huérfano de padre -era un alcohólico- a los seis años, fue su madre la que le animó a subir por primera vez a un escenario en su pueblo, convencida de que el joven «tenía madera de actor».

Guapo, alto y con un magnífico tupé que conservó y cuidó durante toda su vida, el joven Ronnie fue a una universidad de poca monta -Eureka College (Illinois)- donde supuestamente estudió sociología y economía pero donde, en realidad, se lo pasó en grande y tocó los libros, según sus biógrafos, tan poco como pudo.

Eso sí, pronto destacó por su voz modulada y profunda y tuvo claro que su futuro estaba más en la radio que en otro campo.

Sin embargo, tras la radio vino el cine, y tras Hollywood, la política, un medio en el que, en opinión de sus críticos, sin duda interpretó el mejor papel de su vida.

Los que nunca creyeron en él como político le achacaron ser un hombre sin ideas o, lo que es peor, un hombre de una sola idea: acabar con el comunismo.

Y lo mejor de todo fue que, dado su formidable sentido del humor, a él parecía no molestarle. A menudo se preguntaba si existía en el mundo algo más importante por lo que luchar.

Pero demostró que lo había y convenció a sus conciudadanos en 1967, de que iba a mejorar su nivel de vida, recortando sus impuestos y el tamaño de la burocracia. Como gobernador, dirigió el destino de California hasta 1975, cuando se embarcó en llevar su revolución conservadora a la Casa Blanca.

Luchó por el Despacho Oval en 1980 con el entonces presidente demócrata Jimmy Carter, un hombre que colocó la inflación del país en los dos dígitos, que no supo lidiar con la Unión Soviética y no solucionó la «crisis de los rehenes» de EEUU secuestrados en Teherán.

Con un discurso centrado en la «recuperación de una nación fuerte, vibrante robusta y viva», «Ronnie», como le conocen familiarmente los estadounidenses, consiguió en 1980 el 51 por ciento del voto popular, diez puntos más que Carter.

El perturbado John Hinckley le intentó matar apenas dos meses después de estar en la Casa Blanca, en marzo de 1981, pero, cuatro años más tarde, los estadounidenses renovaron sus esperanzas en él y ganó con el 59 por ciento de los votos. Fue un triunfo casi sin precedentes.

Por lo demás, su nombre permanecerá siempre unido al sueño de un programa de defensa antimisiles, conocido como «Guerra de las galaxias», y al comienzo del final de la Guerra Fría, proceso en el que resultó decisivo su entendimiento con el líder soviético Mijail Gorbachov, unido a una multiplicación multimillonaria del presupuesto del Pentágono.

Y en su sombra, aparecerá siempre el escándalo «Irán-Contras», la venta ilegal de armas a Irán y el desvío de los fondos a «la Contra» (los antisandinistas armados) de Nicaragua, que pudo haberle costado la presidencia.

Pero Reagan supo hacer frente a estos y otros muchos asuntos, en parte gracias a una inteligente sordera que le hacía no escuchar lo que se le decía, siempre y cuando no le interesara.

Sonreía, se colocaba la mano en la oreja y seguía caminando ante los atronadores gritos de los periodistas. Siempre fue así. Nunca contestó a nada que no quiso y siempre dijo sólo lo que le pareció.

El «gran comunicador» celebró contadas conferencias de prensa, concedió poquísimas entrevistas y, en muchos casos, brilló sólo por su humor y por sus discursos, tan impecables como sus trajes.

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