Muertes carcelarias

Muertes carcelarias

La historia universal ha sido impregnada con testimonios de poetas, músicos, cantores, escultores, arquitectos y pintores en quienes la musa inspiradora ha tomado como vehículo de encanto el tema de la libertad. A pesar de los esfuerzos globales, todavía sigue siendo una quimera los sueños libertarios en pueblos e individuos que siguen viviendo la asfixia de la opresión.

La prisión se convierte en la solución final de los poderes del Estado a los conflictos sociales, políticos o jurídicos. Uno de los actos más degradantes para la dignidad humana lo constituye el encierro de una persona detrás de los gruesos y odiosos barrotes de una celda carcelaria. Desde luego, no es lo mismo guardar prisión a inicio del siglo XIX en la Isla Santa Helena siendo un Napoleón Bonaparte,  que ser un ciudadano iraquí detenido en la base naval de Guantánamo a comienzos del tercer milenio.

Tampoco es posible comparar la prisión de Antonio Gramsci en un centro de detención fascista en la Italia de Mussolini de la primera mitad del siglo XX, con el encierro en la mazmorra de la tenebrosa 40 de un dominicano acusado de anti trujillista en 1960. Mucho menos paralelo se puede establecer entre el rigor de la prisión de un hijo de Machepa encerrado en San Juan de la Maguana por el hurto de un pollo, o de un macuto de habichuelas, versus la detención en Najayo de un magnate que estafó millones de pesos de la banca dominicana, o el de un narcotraficante apoyado en su enorme fortuna amasada a través de la venta de estupefacientes.

Cuando un humilde ser sin abolengo, ni apellido sonoro o padrino alguno va a dar con sus huesos a una cárcel, tiene ya su destino marcado. Si llega sano es seguro que va a enfermar tanto mental como físicamente. Las vergonzantes condiciones sanitarias caracterizadas por un perenne hacinamiento se suman a la ausencia de una real política de rehabilitación social, moral y psicológica. Hombres enjaulados en espera de que sus casos sean ventilados en los tribunales de la república constituyen el pan nuestro de cada día.

Gente enferma que clama porque se le traslade a un centro de salud es una situación harto común en el ambiente de los recintos carcelarios. La incidencia de Sida, tuberculosis, desnutrición, drogadicción, infecciones intestinales, hipertensión y diabetes descuidadas, así como males hepáticos, renales y emocionales ignorados son la regla en vez de la excepción. Si a esta gente no la mata las enfermedades o la pena, entonces lo acaba otro prisionero de un golpe contundente  o de una artera estocada.

¿Acaso hay que ser adivino o encumbrado hombre de ciencia para remover el aparente velo de misterio  acerca de la causa por la que es encontrado muerto en su celda un desheredado de la fortuna? Por supuesto que no, en la morgue el occiso muestra su sello de miseria, hambre, enfermedad o lesión física que lo sacó del valle de lágrimas a que fue condenado a vivir.

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