Muertes hospitalarias

Muertes hospitalarias

En lo que abarca la memoria personal, dos tercios de siglo, recuerdo la dulce y sabia abuela paterna sentenciar: “¡Pobre hombre!, lo llevaron al hospital, de allí no sale vivo”. ¿Presagio de mal agüero? De ninguna manera; se trataba de lo que Gabriel García Márquez, décadas más tarde llamaría Crónica de una muerte anunciada. Los centros asistenciales públicos de ese entonces eran lugares a los que acudían los menesterosos, desamparados, personas aguda o severamente enfermas, así como los mendigos hambrientos.

Un común denominador para aquella gente era la de que sólo acudían al facultativo luego de haber probado sin éxito todo tipo de remedio casero, o de brebaje indicado por el curandero del lugar. En el velorio había una pregunta de rigor por parte de cada uno de los asistentes a la honra fúnebre: ¿De qué murió fulano? Siempre había una respuesta a media voz: <malogrado; fiebre mala; brujería; cáncer; ataque cardíaco; ahorcado; o un: dicen que lo mataron>.

La sabiduría popular campesina se empleaba a fondo, a fin de garantizar que ningún mortal llegara a la tumba sin una opinión diagnóstica de causa de muerte.

Arrancando un tercer milenio y en las postrimerías del año 2015, en plena ciudad capital, miro consternado una escena que debía pertenecer a la primera mitad del siglo pasado. Un recluso de La Victoria que la modernidad prefiere llamarle Interno, como si el término le cambiara sus condiciones existenciales, pasó nueve meses quejándose de fiebre, tos, pérdida de peso y debilidad general. Aquel sujeto se fue consumiendo hasta convertirse en una figura hecha de hueso con fina piel adherida a su esqueleto.

Es entonces cuando deciden trasladarlo al hospital universitario del gran Santo Domingo. Luego de quince días de agonía en una cama, sin que su humilde familia pudiese disponer de los mínimos recursos económicos para hacerle una simple batería de análisis de laboratorio, el hombre murió sin que los médicos tratantes pudieran acertadamente decirle a los allegados la razón fundamental que dejó sin vida al paciente.

Tratándose de un presidiario que tras dos semanas de hospitalización nadie sabe a ciencia cierta la causa del deceso, muy a pesar del retrato diagnóstico de su anatomía, conjuntamente con los síntomas de tos crónica productiva, fiebre vespertina y pérdida progresiva de peso, obligó a ordenar una autopsia para establecer la real causa del fallecimiento. Mi extinta abuela, sin ser una profesional de la medicina se hubiera adelantado a los resultados de la necropsia, susurrando a los amigos y dolientes del difunto: <Murió malogrado>.

Efectivamente, el estudio anatomo-patológico post-mortem reportó una tuberculosis pulmonar con afectación de hígado y otros órganos. Desconozco si el o la jueza que ventiló este caso condenó al hoy occiso a una muerte programada, o si quienes tienen la responsabilidad de velar por la salud de los Internos de la Penitenciaría Nacional de La Victoria fueron derrotados por la escasez de recursos.

¿Tendrá aún vigencia la expresión de antaño de la progenitora de mi padre cuando adelantaba: “ ¡Pobre hombre!, lo llevaron al hospital, de allí no sale vivo!”

Albergo la firme esperanza de que con la separación de funciones en el Ministerio de Salud, nazca una nueva forma de gestionar salud a favor del pueblo dominicano.

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