Muertos ilustres y cadáveres abandonados

Muertos ilustres y cadáveres abandonados

SERGIO SARITA VALDEZ
Hay períodos en que uno suele sentirse cual monje medieval, sumergido en el trabajo, la lectura y la meditación. De pronto surge en la vida real algo que nos sacude, estremece y vuelve a despertar nuestra capacidad de asombro, bochorno e impotencia.

Es entonces cuando decidimos quitarnos de encima la inercia de la rutina que embota y anestesia el amor al prójimo; es cuando notamos el peligro que representa escaparnos de la realidad para buscar como escudo el engañoso mundo virtual del ensueño que nubla la memoria haciéndonos creer que vivimos en un universo de rosas sin espinas.

Cual amarga pesadilla, vivimos el horror de presenciar el espectáculo del cadáver de un humilde ciudadano haitiano quien horas antes de convertirse en masa inerte hacía ingentes esfuerzos en su embajada, a fin de conseguir la documentación apropiada que le permitiera junto a su esposa retornar a su país de origen. Quiso la muerte sorprenderle de manera repentina para ponerle fin a su anhelo inmediato. El cuerpo inmóvil yacía en la acera frente a la sede diplomática, mientras transcurrían las horas sin que se produjera el esperado levantamiento judicial. Tan deshumanizada escena fue registrada y dada a conocer a través de distintos medios de comunicación.

Ese horripilante hecho se daba en el vecindario más cercano a nuestra más alta y antigua casa de estudio, la Universidad Autónoma de Santo Domingo. En tan angustiado momento cruzaba por mi mente el relato ponderativo del profesor Juan Bosch que enjuiciaba la grandeza de aquel antiguo esclavo y cochero que sabía leer y escribir, enfermero y que luego se convirtió en el líder de la primera revolución liberadora de esclavos en nuestra región; me refiero a la figura de Toussaint Louverture. Allí en el suelo y sin amparo se enfriaba y endurecía la carne de uno de sus hijos.

Más de cuatro décadas atrás la República de Haití  abonaba la tierra de Duarte con la sangre noble de uno sus hijos, Jacques Viau, poeta que a sus escasos 22 años de edad tuvo el valor y la gallardía de empuñar un fusil para salir en defensa de la mancillada soberanía nacional. Ese joven que sacrificó su vida en aras de una solidaridad sin límites llegó a escribir estos versos: «¿En qué preciso momento se separó la vida de nosotros, /en qué lugar, /en qué recodo del camino? / ¿En cuál de nuestras travesías se detuvo el amor / para decimos adiós? / Nada ha sido tan duro como permanecer de rodillas. / Nada ha dolido tanto a nuestro corazón / como colgar de nuestros labios la palabra amargura. / ¿Por qué anduvimos este trecho desprovistos de abrigo?

¿En cuál de nuestras manos se detuvo el viento / para romper nuestras venas / y saborear nuestra sangre»?

Juan Pablo Duarte llora en la consciencia de los herederos de sus ideales cuando contempla a diario los cadáveres tirados por largas horas en el pavimento, sin que una pronta mano piadosa los recoja y disponga de sus restos mortales como Dios y la ley mandan. Martillan el tímpano de mis oídos estas sacrosantas palabras de patricio: «El buen dominicano tiene hambre y sed de justicia a largo tiempo, y si el mundo se la negase Dios que es la Suma Bondad, sabrá hacérsela cumplida y no muy dilatado; entonces, ¡ay! de los que tuvieron oídos para oír y no oyeron, de los que tuvieron ojos para ver y no vieron…. ¡la Eternidad de nuestra idea! Porque ellos habrán de oír y habrán de ver entonces lo que no hubieran querido oír ni ver jamás».

En la plataforma del cristianismo se inscribe con letras imborrable uno de sus mandamientos: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Ya a finales del siglo XIX el prócer de la independencia cubana, José Martí, nos legó estos hermosos versos sencillos, dignos de ser recordados en este presente histórico: «Yo soy un hombre sincero, /de donde crece la palma, / y antes de morirme quiero, /echar mis versos del alma… Con los pobres de la tierra, / quiero yo mi suerte echar, / el arroyo de la sierra, / me complace más que el mar».

Un trato más digno para todos los cadáveres es cuanto le pido al cielo en esta enternecida reflexión en voz alta. Quien quiera que me oiga.

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