El ritual alrededor de un moribundo y de un cadáver varían dependiendo del sitio geográfico, tradición cultural o religiosa, circunstancias del deceso, edad y nivel socioeconómico, así como de la causa y manera de la muerte. En la India, país asiático, es costumbre la cremación de la persona, procediendo más adelante al lanzamiento de las cenizas del fallecido en las aguas sagradas del río Ganges. En el antiguo Egipto los faraones eran embalsamados para luego ser depositados en las hoy famosas pirámides. En el viejo continente europeo, durante la era medieval, ocurrió una pandemia con una duración de cinco años. A esta se le denominó Peste negra; sus víctimas mortales fueron inhumadas por centenares en fosas comunes.
En el mundo católico, los ricos creyentes recibían cristiana sepultura dentro del templo. A las personas que se suicidaban se prohibía llevarlas a la iglesia por lo que no se le rendía el culto acostumbrado para las muertes naturales. El ejército norteamericano moderno rescata a sus soldados que perecen en tierras lejanas y mediante acto solemne los entregan a las familias para las exequias de lugar.
En la República Dominicana, país en el que tuvimos la dicha de nacer, el trato hacia nuestros difuntos ha ido variando aceleradamente.
En las grandes urbes es donde resulta más llamativo el cambio. A inicio de la última década del siglo XX, siendo más específico, luego de las elecciones nacionales de 1990, Juan Bosch, candidato opositor a la reelección del doctor Joaquín Balaguer, expresó lo siguiente: “Al muerto se le vela, se le llora y luego se le entierra”.
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Diez años más tarde, quien escribe era testigo de una caravana de vehículos, la cual se movía lentamente por una barriada del Gran Santo Domingo con altos decibeles de música bailable, acompañada de bebidas alcohólicas y de disparos al aire.
Carlos Gardel, símbolo del tango argentino que tanto deleitó a varias generaciones de la América Latina, interpretaba la melodía “Volver” del compositor Alfredo Le Pera. En ella reiteraba “que veinte años no es nada”. Hoy día ese espacio de tiempo comprende más de una generación de individuos. Quizás para sorpresa de muchos, pero no así para mí, resulta cada vez más frecuente ser testigo de ver acumularse decenas de cadáveres que suelen pasar del centenar sin que los mismos reciban oportuna sepultura.
Estos casos empezaron a ser dolor de cabeza para quienes éramos responsables de practicar las autopsias medicolegales en el Instituto Nacional de Patología Forense.
Teníamos indigentes desconocidos que nadie reclamaba, por lo que había que diligenciar los ataúdes, el transporte y el espacio físico en el cementerio de “Los Casabe” .
A lo arriba narrado debemos agregar una considerable cantidad de supuestos ciudadanos de la vecina República de Haití. Esos difuntos carecen de documentación que los identifique y en caso que lo tengan no aparece nadie que los reclame.e
Han desbordado la capacidad de almacenamiento, pasan del centenar aún con el auxilio de las funerarias. Cada día el problema tiende a agravarse no viéndose solución a corto plazo.
Crece el número de muertos sin que se les llore, sin entierro y sin tumba. ¡Hasta cuándo!