Muertos y heridos

Muertos y heridos

En toda sociedad occidental contemporánea se registra un determinado nivel de criminalidad, homicidios, suicidios y accidentes considerado como aceptable. Ahora bien, cuando las cifras se desbordan por encima de los límites usuales, ello debe ser motivo de seria preocupación por parte de las autoridades públicas y privadas responsables de dicho entorno social. Es responsabilidad primaria del Estado garantizar la seguridad y el bienestar de la ciudadanía en general, de la familia y el individuo en particular.

Conjuntamente con el deterioro acelerado en las condiciones de vida de la población, observado en meses recientes en la población dominicana, paralelamente se nota un creciente agravamiento en la ola de hechos de sangre acaecidos en el territorio nacional. Los encargados de mantener el orden y la paz ciudadana se limitan a informar acerca de las tragedias, a tiempo que agregan haber detenido a algunos sospechosos de haber participado en los casos. Luce como si entendiéramos que el matar o matarse es algo normal entre humanos.

Igualmente resulta perturbador ver a grandes titulares en los diarios sin que nadie se escandalice, noticias tales como: «La huelga termina con 7 muertos y 50 heridos», «La huelga deja 7 muertos y decenas de heridos y presos», «Siete muertos, cien heridos y cientos de detenidos», «Debilidades de la Justicia favorecen a los policías acusados de mutilar civiles», «Hallan muerto profesor buscado por PN», «Dirigentes populares insisten en que pepehachistas asesinaron a joven en Capotillo», «Policía informa profesor murió a causa de hemorragia», «La huelga deja seis muertos, decenas heridos y 500 presos», «Ocho muertos y decenas de heridos en dos días de huelga». Es decir, seis, siete u ocho muertos y medio centenar de heridos, al parecer, significan poca cosa para quienes nos dirigen.

Tendríamos que resucitar al inmortal Manuel del Cabral y tomarle prestado algunos versos del poema 1 de su obra Compadre Mon, a fin de explicar el comportamiento actual con una conducta antigua. Dice nuestro poeta: «Aquí, donde las balas se redimen, /Donde un dedo de Mon es una historia, /En esta tierra es caballero el crimen…/ Aquí, donde la voz está en el cinto, /entre la dentadura de las balas, /entre la dentadura del instinto.

Quizás nos quite el sueño pensar que en unos meses dejaremos de beneficiarnos del «carguito», mientras tanto, seis u ocho cadáveres sobre unos hombros pesan muy poco siempre y cuando se nos revienten los bolsillos cargados de oro, piedras preciosas, dólares y euros. Sin embargo, para los que así razonan les revivo el eco de la voz de Mon: «¿Quién ha matado este hombre /que su voz no está enterrada? /Hay muertos que van subiendo /cuando más su ataúd baja…

Para aquellos que recibiendo órdenes superiores aprietan alegremente el gatillo el compadre Mon les dice: «El soldado lleva el peso /de la batalla en la tierra, /Muere el soldado, y el peso… /se queda haciendo la guerra…/ No le tire, policía; /no lo mate, no; /no ve/ que tiene la misma cara/ que tiene usted./ Acérquese, policía, /pero guardando el fusil./ Acérquese, /¿No lo ve?/ se parece a usted, /y a mí…/ Mire sus pies…/ Mírelo bien…/ Policía, no le tire./ Fíjese/ que corre como la sed…».

Por ahora ya es mucha la sangre que se ha vertido y demasiado los muertos violentamente sepultados; ¡Por Dios!, no sigamos anegando la patria con más luto, dolor, y desesperanza. ¡El jefe de Estado tiene la última palabra!

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