Murieron de pobreza

Murieron de pobreza

No hay porqué decir su nombre. Ya no. Sólo contar que murió de pobreza. Que los médicos no pudieron salvarla porque, tal vez, no tenían cómo. Que sus padres la llevaron de hospital en hospital donde, sin los suministros mínimos, no se podía preservar su vida. Cuando apareció una mano desinteresada, para la niña fue demasiado tarde. Su vida de once años terminó en la madrugada los brazos de su madre.

Murió, a pesar de tantos tratados internacionales que nos obligan a tomar medidas apropiadas para evitarlo. Murió a pesar de tantos programas mundiales de erradicación de la pobreza. Murió a pesar de que las leyes consideran imprescindible promover el acceso de las mujeres a los recursos, servicios y bienes productivos, con atención particular a las mujeres rurales, las jefas de hogar y las que sufren pobreza crítica. Murió, a pesar de los decretos para la promoción del desarrollo social y los organismos estatales y no gubernamentales encargados de trabajar en la superación de la pobreza.

La niña murió, faltando sólo dos años para que culmine la Década Internacional para la Erradicación de la Pobreza (1997 2006) proclamada por las Naciones Unidas. Con ella, murieron también 34,999 niños y niñas ese día por razones relacionadas con su pobreza: por el rotundo vacío en su patrimonio de salud, de educación y sustento, y por la ausencia omnímoda del más rudimentario elemento cultural o social que los amparara.

Siguen muriendo cada día 35,000 niños más nacidos pobres, cuando más de mil millones de personas en todo el mundo no tienen el alimento necesario para tener una vida promedio; cuando casi las tres cuartas partes de esos necesitados son, además, mujeres. Y mueren por las graves carencias, por la falta absoluta de opciones, por la privación de toda dignidad impuesta contra su voluntad.

En Jimaní también murieron de pobreza. Murieron por falta de un entorno y medio ambiente seguros, por no tener viviendas dignas, o al menos confiables, por la pobreza intelectual de tantos años que condicionó la elección inadecuada del espacio para vivir. Murieron, por la estrecha relación entre pobreza, desequilibrio ecológico y desesperanza. Murieron, porque también eran parte de ese ochenta por ciento de la población mundial que sobrevivía con el veinte por ciento de la riqueza general.

Allí, el mínimo decoro fue inexistente hasta en el día del último y definitivo mal. La urgente acumulación de cuerpos semidesnudos, las pilas de restos arrojados, los entierros apresurados bajo un lodo seco y breve, perpetuaron la marginación hasta la muerte.

En Jimaní murieron, tal vez, evocando el conjunto de penurias y limitaciones entre las que sus vidas transcurrieron. Murieron, quizás, lamentándose haber nacido a la luz del día, para morir tan pronto de pobreza.

Pero después de la muerte, ya no hay injusticias o discriminaciones intolerables. Después de la muerte ya no hay pobreza. Quedan los partidos, los grupos, las organizaciones, los tratados, las leyes, las ayudas y las lamentaciones. Quedamos nosotros. Y quedan otros pobres con otras vidas indignas, cercados tras los vergonzosos muros de nuestra indolencia.

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