Música popular, música comercial
y música culta

Música popular, música comercial <BR>y música culta

POR LEÓN DAVID
«Popular», «comercial» y «culto»… He aquí tres escurridizos e impertinentes vocablos que, al igual que las cucarachas en los basureros, nos tropiezan de modo inexorable cada vez que nos aventuramos en los dominios de la crítica de arte. Y ahórreme el lector comentarle en qué grado tales palabras se vuelven fastidiosas y encontradizas cuando, por azar, nuestros pasos se enrumban hacia los atestados suburbios de la música y la canción.

Lo cierto es que de tanto aparecer en las columnas de la prensa, de tanto aflorar a los labios de cuanto locutor de radio y televisión se empeña en cautivar nuestra curiosidad aborregada, de tanto traerlos y llevarlos y estrujárnoslos en las narices, los contumaces adjetivos arriba mencionados corren el riesgo de perder su significado, y de esto ocurrir dejarían de tener –en lo que al entendimiento claro y la precisión conceptual atañe- utilidad alguna.

No es otra la razón de que en los escuetos párrafos que siguen me haya propuesto, usurpando un grave papel de lexicógrafo para el que no me siento en modo alguno preparado, arriesgar una que otra puntualización acerca de las tres locuciones que acabo de colocar sobre el tapete.

Empecemos, pues, con la expresión «popular». A primera vista no parece prestarse a confusión. Popular es, desde luego, cuanto se relaciona con el pueblo. Mas ahí justamente surge el problema: ¿Qué es el pueblo?… Tú, yo, ellos, todo el mundo. Por descontado que sí. Pero además de designar al conjunto de las personas que integran una comunidad, la voz «pueblo» ha adquirido cierta connotación particular que, desplazando las otras acepciones de la palabra, asoma insistentemente apenas acude a nuestra boca. Dicha connotación trae a la mente la idea de ese sector mayoritario de cualquier sociedad, nación o país cuyo nivel de escolaridad es nulo o cuando menos precario. Y parejo sentido del vocablo de marras es el que, en materia de arte y de música, se ha impuesto. De donde «música popular» designa en buen romance paladino la expresión sonora vocal e instrumental que la gente sencilla, sin preparación académica, sin letras, sin estudios, compone, escucha e interpreta para su propio solaz y entretenimiento. Suele ésta ser muy simple en lo que a estructura concierne, articulada de ordinario según patrones rítmicos y, por tanto, dado el carácter iterativo y constante de sus marcados acentos, se presta casi siempre a ser bailada.

La calidad de la música popular es variable, acaso porque a la masa carente de instrucción le satisface indiscriminadamente lo meritorio y lo anodino. A veces resulta inspirada y poética, otras trivial. Mas, en el acervo folklórico de todos los pueblos podremos siempre encontrar, si a ello nos abocamos, excelentes ejemplos de aires y canciones de una ingenuidad conmovedora y de una espontánea transparencia, en virtud de lo cual semejantes frutos del genio creador del vulgo logran encumbrarse, sin discusión posible, a la codiciada región de los hechos estéticos perdurables.

Pasando ahora al término «culto», aplicado también a las composiciones musicales, nos daremos de bruces con lo que en nuestro país el hombre del común ha bautizado –implacable ironía- «música de muertos»; pues en fechas luctuosas (verbigracia Viernes Santo) es la que suelen propalar los medios electrónicos de comunicación.

La música culta es por antonomasia la clásica, la orquestal y sinfónica. Le cae de perillas el adjetivo «culta» en razón de que efectivamente nos las habemos con un arte sonoro de extraordinaria complejidad, parte de una larga, coherente y sofisticada tradición europea, la cual, para ser asimilada por los intérpretes, requiere muchos años de laboriosa práctica quemándose las pestañas con las cuerdas, los vientos o el teclado y, naturalmente, también con la teoría y el desciframiento de los secretos de la partitura.

De lo que antecede se desprende que el deguste y paladeo de la música culta reclama un refinamiento de la sensibilidad y una capacidad para la apreciación del matiz armónico, de la coloración instrumental y de la riqueza melódica de los que el grueso de la población suele andar escasa. Para un espíritu rústico, no desbastado, acostumbrado a estímulos acústicos burdos y elementales, repetitivos y breves, estímulos que se dirigen antes al instinto que al corazón, la música culta tiene por fuerza que aburrirle soberanamente. El artificio característico de todo arte, esto es, la fabulación que encuentra expresión emocional airosa en una sonora arquitectura, se hincha de tal modo en el caso de la música culta que termina ésta por convertirse en un lenguaje de muy exquisita urdimbre y sutileza, lenguaje que sólo revelará sus bondades a aquellas personas que han aprendido a descifrar su sintaxis y a familiarizarse con sus variadas convenciones.

Y llega el turno de la música apodada «comercial»… Ajustar el calificativo «comercial» a una criatura de rítmico abolengo no es, a mi entender, tratarla con mucha cortesía. Lo comercial, al menos cuando no se es comerciante ni se anda persiguiendo el lucro, sino que lo que nos interesa es calibrar el valor artístico de la obra, lo comercial, insisto, suena a mercancía de sospechosa calidad, a producto industrial fabricado en serie sin las debidas garantías.

La música comercial que nos acosa y mortifica donde quiera enfilemos nuestros pasos es hija – ¿quién no lo sabe?- del hipertrofiado desarrollo de la sociedad de consumo y del imperio cada vez mayor que sobre las conciencias ejerce la comunicación electrónica masiva. La magia de la tecnología, aunada a las ambiciones mercuriales y a la necesidad real de disipación de las tensiones de amplios sectores de la sociedad que han accedido rápidamente al disfrute de bienes materiales que poco antes les estaban vedados, pero sin que paralelamente semejante acceso haya sido acompañado del enriquecimiento de la sensibilidad y del espíritu, todos estos factores conjugados han dado origen a ese plebeyo y hegemónico género que hemos denominado «música comercial»

Por definición la música comercial es deleznable. Porque lo que en el ámbito artístico la perfila y caracteriza no es que se venda mucho o que el grueso de la gente la escuche –verdad que nadie osaría discutir-, sino que, de manera calculada y sistemática tales engendros melódicos, habida cuenta de su índole industrial invasora y de sus propósitos de mera distracción, obedecen a paradigmas formales estereotipados de tan menesterosa catadura que el resultado expresivo será siempre de una indigencia pavorosa.

No existe buena música comercial. Puede, sí, haber composiciones musicales de solvencia y dignidad que, a la vez, -venturosa y no muy frecuente circunstancia- sean comercialmente rentables y popularmente exitosas. Pero esto es harina de otro costal.

Descanse aquí la pluma. Corramos el telón sobre un tema que –ni falta hace subrayarlo- apenas he podido esbozar. Acaso más adelante resuelva yo agotar, horro de cortesía, la poca paciencia que aún le quede al sufrido lector.

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