Vista incluso como un fenómeno cultural que merece su espacio y puede ser adecentada, la llamada música urbana sigue recibiendo opiniones en contra de analistas apegados a cánones morales y artísticos que han puesto sus ojos sobre la adhesión a los ritmos de cientos de miles de jóvenes, y de otros que no lo son tanto, que los escuchan y los bailan concentrados en sus estimulaciones placenteras desde actitudes poco exigentes con la calidad.
Lejos de perder intensidad, cobran mayor presencia en la comunicación los analistas que insisten en reaccionar contra los artistas de interpretaciones populares que sin empacho alaban el consumo de drogas y alcohol y las prácticas sexuales irresponsables secundados por la influencia que le es favorable desde medios electrónicos, incluyendo la radio y la televisión en la era del ambivalente y riesgoso coctel llamado Internet.
Se podría decir que en el país existe una corriente que incluye a compositores apegados a las formalidades, programadores de espacios radiales y de TV y psiquiatras que creen en la posibilidad de adecentar los estallantes géneros que preocupan. Confían en agenciarse el respaldo de distintos sectores para plantear rigores que estimulen el surgimiento de textos musicales encuadrados en el uso de lenguajes constructivos sin dejar de ser divertidos.
Incluso en un debate del año pasado, los expositores coincidieron en su disposición de colaborar para llevar la música urbana a una mejor realidad, ocasión en la que Manuel Jiménez, autor reconocido internacionalmente, recordó que había patrocinado un proyecto de ley para suplantar el «obsoleto» reglamento que trata las formas de regular contenidos.
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Expediente global
Fuera de las intenciones de rescatar de aspectos negativos a los géneros cuestionados, persisten las crónicas complacientes con todo aquello que se apodere del publico que se deja fascinar por lo primario, una forma de contradecir los diagnósticos negativos de nivel intelectual que describen las apologías a vicios y desenfrenos como dirigidas a bajos instintos juveniles, llegando de paso a los oídos de la niñez desprevenida y vulnerable.
La preocupación por el efecto cultural y sociológico de las nuevas formas musicales es global, como el alcance mismo de los intérpretes que van y vienen por los continentes como si el planeta fuera un solo país y en varias de las latitudes se escucha el mismo reproche: los mensajes más al uso podrían estar estimulando la violencia social, particularmente en la relación hombre-mujer, con letras que tratan a los seres femeninos como objetos y fomentan su sumisión a la mal llamada superioridad masculina.
Aunque cultores de piezas muy populares que llenan de efectivo sus cuentas bancarias defienden sus tratamientos de los temas reivindicándolos como denuncias de las «lacras sociales» que la sociedad rechaza, un estudio de la Universidad de Madrid llegó a la conclusión de que en alguna medida se trata de difusiones que contribuyen a la permanencia de los males. No se ha creído en la asepsia de al menos una parte importante de lo que suena como: reggaeton, rap, trap, hip hop, denbow y una modalidad del merengue, aunque procede tomar en cuenta las excepciones.
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Lado favorable
Cuando la música marcha por derroteros saludables, resulta un medio eficiente y de extraordinaria capacidad para grabar conceptos que permanecen en la memoria humana y reputados estudios confirman su efectividad para «almacenar el saber de una sociedad» y por tanto las canciones -que no necesariamente se reducen a lo banal- son herramientas para la socialización de los individuos.
Un estudio de la universidad española Rey Juan Carlos avala el importante poder divulgativo y formativo de la música y considera que puede resultar un potente agente socializador. Sin embargo detectó que a pesar de que el mayor número de canciones en Hispanoamérica tratan la violencia desde una perspectiva crítica, una cantidad importante de piezas musicales más bien contribuye a generar una discursiva favorable a la aparición o perpetuación de la violencia en las comunidades.
Se insistió en que al verificar contenidos se encontraron letras que ayudan a mantener la violencia porque recogen estereotipos de género que conceden persistencia a la desigualdad entre mujeres y hombres que suelen quedar grabadas en quienes las escuchan.
El estudio de fundamento académico da a entender que las críticas a las letras consideradas destructivas desde el punto de vista social han influido en países hispanohablantes para «reducir su presencia» en los escenarios de difusión, un efecto optimista que concede razón a los sectores dominicanos dispuestos a enfrentar todo aquello que pueda hacer daño musicalmente.
Recias críticas
La forma en que reaccionan círculos intelectuales por los contenidos objetables de una parte importante de las producciones musicales más demandadas por el público dominicano, especialmente por la juventud, denota un estado de alarma de alto grado por las implicaciones que le atribuyen para la sociedad.
José Luis Taveras, abogado, académico, ensayista, novelista y editor, llegó a preguntarse recientemente en un artículo publicado en el matutino Diario Libre (20/01/22) si la música urbana es realmente ¿arte o estafa? para ofrecer de inmediato su propia respuesta:
«Para mí (la música urbana) es solo una técnica rítmica de estimulación sensorial. No más. Si resulta agradable a los sentidos produce placer, pero no todo lo placentero tiene que ser bello». Y explica a continuación que el éxito de estos ritmos hay que buscarlo en su capacidad para despertar oscuras pasiones y amenizar roces corporales con alcohol, exhibiciones anatómicas y estimulación sensual. «Pornografía literaria» a su entender.
Agrega que, respecto del reguetón, su temática tozuda es el sexo duro, físico y prosaico. Y en el dembow, la sexualidad es promiscua, retorcida, soez y ramplona. «Con el debido respeto, eso es estafa. Si eso es arte, me confieso perdido».