Desciendo de clase media rural de entre Santiago y La Vega, entonces sólida, dedicada al cultivo del tabaco. Mis padres y abuelos eran algo racistas, aunque entonces no había haitianos en la zona. Pero recordaban que muchos parientes habían migrado a la Cordillera escapando de los ejércitos haitianos que azotaban el valle.
Cuando nací, en Macorís, la partera dijo: “va a ser negro, tiene la bolsita prieta”. Eso no era una ventaja, especialmente porque mi hermanito mayor era blanco y hermoso.
El niño murió de colerín, la familia regresó a Santiago donde mi madre, muy deprimida, me depositó en La Penda, donde mis abuelos, al cuidado de Mami Luz, mi tía-ada-madrina. Desde el amanecer escapaba a los bohíos cercanos, en burro o a pie, cogiendo sobre mi piel reciente todos los soles de caminos y ríos.
Me decretaron negro. Me escondían la ropa e igual, desnudo, escapaba. Cuando me regresaban a Santiago, mi madre, en vano me estregaba con violencia para “descurtirme”. Cuando me llevaban a un cumpleaños, me embadurnaba de crema Hinds’ la cara a fuerza de amenazas y pellizcos. Los negros en el Cibao eran entonces muy escasos, y cuando alguien se enojaba conmigo, me llamaban “negro de La Joya” (barrio pobre de Santiago), o “negro de Matanzas” (paraje deprimido entre Santiago y Puñal), únicos reductos de prietos en esos lares.
Siendo adolescente regresamos a Macorís, entonces me aficioné al deporte y a bañarme en el Jaya, entonces un río con aguas limpias y profundas. Mi piel se puso ceniza, pero para entonces empezaron a considerarme indio, y me animaban con que esa era una piel más resistente que la de los “descoloridos” y “jinchaos” de Moca; que los indios eran tan nobles y heroicos como los españoles. También entonces empezaba a admirar las muchachas, especialmente a unas indias hermosísimas de mi pueblo natal.
Saqué cédula y licencia a los 16. Allí se certificó oficialmente mi color: indio. Próximo a los 20 me fui a Nueva York. Cuando regresé mis familiares no me reconocían por la “descurtida”, decían, que me había dado el invierno. Durante años disfruté de un color poco conflictivo, a medio camino entre blancos y negros, aunque, ciertamente, cuando cerca de mí boceaban ¡negro! me cuadraba para pelear. En distintos países me tomaban por persa, hindú, egipcio, griego o italiano. Era cómodo ser indio, juraba que nunca como a blancos me saldrían manchas en la piel. Recientemente la dermatóloga me desengañó. Y, meses atrás, al renovar la licencia, la encargada, una mujer joven, mulata ella, insistía en ponerme “blanco” en el carnet. Como si me hiciera un favor. “Me parece una desvergüenza”, le protesté, “que a mi edad venga yo a cambiar de identidad”. Como se está emitiendo una nueva cédula, deseo advertirles a los empleados del Registro Electoral, que no aceptaré cambios en cuanto a mi color. Y, si es preciso, apelaré al Tribunal Constitucional y a los Derechos Humanos. Que nadie venga a estas alturas a crearme problemas de identidad y de dignidad.