Nada de d/a/bujos, sal/a/món

Nada de d/a/bujos, sal/a/món

Venía de lejanas tierras de oriente. Hombre de trabajo y en búsqueda del porvenir para sus descendientes y su esposa.

Tenía varios años asentado aquí y laboraba  cotidianamente, desde el amanecer hasta la proximidad de la medianoche. Fatigas  en exceso para cumplir con sus compromisos como deudor, sin fallar una sola responsabilidad frente a los proveedores que surtían su comercio.

Anduvo primero por una isla caribeña y luego se aposentó aquí. Se estableció porque le complacía esto: una pequeña ciudad de la región oriental.

Regenteaba un colmado que llenó pronto de mercancías. No hablaba más que de trabajo, de deberes y cumplimiento. Cuidaba a sus hijos, seis en total.

Exigía ir decentemente a la escuela, comportamiento respetuoso y que aplicaran su esfuerzo para salir adelante.

Parco en el hablar, no permitía que le robaran su tiempo, como en ocasiones en que le hablaban de supuestas simpatías con el “otrora” equipo de béisbol de los paquidermos de San Pedro de Macorís.

Cuando le venían con esos temas, se retiraba del mostrador y hacía oír una serie de expresiones que se suponía que eran frases de rechazos.

Lo decía en su lengua árabe.

En verdad, podía ser así; vaya usted a saber lo que soltaba aquel personaje rechoncho, calvicie pronunciada y de lento y torpe caminar para uno y otro lado.

Se le entreoía maltratar nuestro idioma, que solamente lo entonaba al  despachar al vecino o cuando intercambiaba con algún vendedor que le ofertaba mercancías.

Así pasaba su tiempo, con entrecejo fruncido y la cara como un pedazo de block de ocho. Con todo, se le respetaba, porque nunca se excedía con nadie.

Cerca de las ocho de la noche se desaparecía hacia la trastienda. Siempre sucedía así. La esposa, árabe también, acudía prestamente a despachar. Pasado un buen rato, volvía y la esposa retornaba al interior del local.

Casi de inmediato venían los hijos a entrevistarse con el padre, uno tras otro.

Cursaban estudios en la escuela oficial. El padre revisaba cuadernos y libros e intercambiaba con cada hijo las asignaciones del día.

Señalaba esto o lo otro. Así discurría el tiempo, ya en horas de menor afluencia de los clientes. Si llegaban algunos, suspendía momentáneamente la función de maestro. Despachaba sin precipitaciones y volvía a su lugar de docente ocasional y orientador de su prole. Concluía con el alumno parental que orientaba en aquel momento.

Así distribuía su tiempo en la parte final de la jornada cotidiana, antes de cerrar el negocio e irse todos a dormir.

Con uno de sus hijos se detenía más: más tiempo, explicaciones advertencias, regaños. Los muchachos suelen expresar sus inclinaciones sobre cualquier material a su alcance: hojas sueltas, pedacitos de cartón, pinturas en las paredes y cuadernos de clases.

Su padre, el islamita, solía dedicar más tiempo a esta criatura en la misión extra curricular que el tiempo que dedicaba a cada retoño,  tal vez por alguna  desviación en las tareas escolares cotidianas.

Con todo, nadie alcanzaba a escuchar los dictados del padre. Solo, se oía  por momentos, con cierto enfado: Sal/a/món…

A la mañana siguiente, poco antes de las ocho de la mañana, comenzaba el desfile de sus muchachos hacia la escuela.

Los veía avanzar uno tras otro. Y cuando surgía a la vista el alumno de su preocupación, le gritaba:

– Sal/a/món. Nada de dab/u/jos, Sal/a/món…

Revelaba, de esta forma, la temprana afición artística de su querido retoño, Salomón.

El Seibo, 1954.

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