Nando González:  mi padre

Nando González:  mi padre

¡Qué paseo de noche con tu  ausencia a mi lado! Me  acompaña el sentir que no vienes conmigo. Pedro Salinas

Mi  padre era mecánico, mecánico de automóviles. Lo aprendió con la práctica, desde  temprano, en las primeras décadas del siglo anterior.

Siempre trabajó alrededor de la barriada de Santa Bárbara, donde tuvo un taller en la avenida España de entonces,  al finalizar la calle Isabel La Católica, al costado de la Iglesia que lleva el nombre del  barrio.

Nació  en Nizao  el 29 de mayo  del  1902  y murió siendo liceísta.  Nació antes que su equipo favorito,  y siempre lo fue,  coincidencia de morir el 7 de noviembre de 1964, fecha del “glorioso”.

Toda la vida vivió en la capital  ¿cómo entonces su nacimiento en Nizao?

Su madre era oriunda  de allí y debió hacer una diligencia a su pueblo, cuando ya el embarazo iba bastante avanzado.  Imagínense,  al borde de dar a luz y viajar  -¿de qué manera?- hasta allá: malos trayectos  y  vehículos imposibles.

Hubo de quedarse unos días de reposo, al cuidado de los familiares, hasta que se repusiera, que resultó en tan poco tiempo que  el  recién nacido quizás nunca llegó a conocer su pueblo natal.  Jamás  escuché a papá  mencionar ese tema.

Su muerte fue un acontecimiento tremendo y sobrecogedor para toda la familia. Ocurrió en el 1964  y  todavía nos enternece hablar de su fallecimiento.

Fue un descuido -pensamos-  ante la mordedura de un perro cazador que pasó toda la vida a su lado y viajó a casi todos los pueblos adonde, en aquella época, abundaba la cacería. El animal estaba vacunado,  según una tarjeta oficial   a la que recurrió el veterinario. Cuando vine a darme cuenta, ya nada se podía hacer. En verdad,  acabado de llegar de un viaje de estudios, fui el primero de la casa en percatarse del desenlace  que se nos venía encima.

Durante los dos meses anteriores estuve estudiando en la Universidad Central, en Quito,  Ecuador. Puedo decir que,  sin saberlo, llegué a tiempo para enterrarlo.

Papá iba muy a menudo,  por cuestiones de trabajo, al taller de herrería de un gran amigo y socio indisoluble en las andanzas  de cacería: “Cuba” Noboa, que quedaba en la última cuadra, de la vieja  avenida José Trujillo Valdez, hoy avenida Duarte,  cuya prolongación  conducía hasta la Normal de varones, en un terreno semi-despoblado para la década de los años ‘40.  La  Trujillo Valdez tenía un paseo, árboles y  bancos al centro.  En  aquel punto mi  padre tocó bocina e hizo señales de que iba a doblar a la izquierda, para bajar por la avenida.

Papá era un  hombrachón de seis pies.  Pero apareció un policía y lo detuvo, y comenzaron a discutir acerca de que el conductor no puede tocar bocina donde hay un policía de tránsito.

Aquel agente, que era  más  grande  y fuerte  que mi padre,  comenzó  a golpearlo con su revólver por la cabeza, y se armó una refriega en la cual  otros  agentes que intervinieron, aparecidos de sorpresa,  lo tenían  bañado en sangre,  cuando llegó un teniente  de la Policía  Nacional y comenzó a separarlos:

– ¿Qué es  lo que ustedes  pretenden? ¿Van a matar a ese señor?

Siguió lo de siempre en la era de Trujillo: un expediente por rebelión.  Hasta tanto no  llegó el doctor Manuel A. Robiou, médico, militar, casado con una hermana  de Trujillo y director del Hospital Marión, nombre de  un médico francés amigo del Jefe. El doctor Robiou, vegano, era buen amigo de mi padre y compañero de cacería. En lo que Nando no le hacía coro a Robiou  era en la afición por la pesca, deporte que no tentaba a mi padre, pero que apasionaba, igual que la cacería  al cuñado de Trujillo.

Enterado el médico amigo, inició gestiones y el expediente por rebeldía se esfumó. Papá acostumbraba a trabajar  la limpieza de los carburadores agachado frente  a una tapa de ejes traseros de automóvil. Empleaba gasolina,  una  bomba de echar aire y otras herramientas.

Estaba una vez en esa posición,  cuando a media mañana de X día se presentó una persona que le dijo:

– Mi carro se apagó al final de La Católica, frente al hotel La Cibaeña.  Ahí te dejo las llaves para que lo revises y lo eches a caminar. Mi padre sabía quién le estaba hablando, pero no se dio por enterado. Siguió con su carburador, su gasolina y la bomba de echar aire.  Al cabo de unos segundos el señor se sintió molesto, y le increpó a  Nando González:

– Te digo que mi carro está a dos cuadras de aquí y no me haces caso.

Papá le contestó:

– Correcto, don Pipí; pero estos trabajos están primero. Son de los clientes que me dan  diariamente  para  comida,  medicinas y  la educación de mis hijos. ¿Qué piensa usted? Don Pipí Trujillo recogió  las llaves y se retiró,  con su estilo característico:

– Tú si eres jodón.  A ti no hay  quien te haga cambiar.

Publicaciones Relacionadas