A la falta de holgura en artículos comestibles y bebibles que para muchos suele caracterizar la Navidad se sumaría esta vez una reducción horaria que llevaría a cenar con el sol afuera.
Más claridad solar que serviría para dar relieve ante los vecinos a las ingestas generalmente incompletas de los más necesitados que en este tiempo incluye mayor cantidad de individuos suspendidos de empleos y con los bolsillos en quiebra.
Para los pudientes, el esplendor de las buenas mesas cae parado a cualquier hora. Sobre todos para aquellos que aun habiendo salido de cargos de altos calibres conservan billeteras de igual dimensión y sorprendente crecimiento.
Adelantar el encuentro de tradición y obligada sobriedad en numerosos hogares modestos encaja perfectamente en el habitual déficit de las «tres calientes».
Cenar a mitad de camino entre la hora del almuerzo y el momento de la tercera cita con las viandas que gustan a los dominicanos haría innecesario a alguno de los rutinarios turnos al bate con tenedores y cuchillos.
Esta vez por «orden superior» anti-contagio en el marco de una cuarentena de menguada intensidad. Prohibido juntarse demasiado con la gente y en adición, tampoco hacerlo con el arte culinario de las amas de casa de extracción humilde y el rociado de bebidas espirituosas baratas en vez de coñac, buen vino y champán.
Serían unas pascuas de apresurada mortalidad para los cerdos, acuchillados tempranamente para su congelación en ofertas de mercado y de recortadas oportunidades para los advenedizos que se aparecen sin invitación, ahora forzados a una reducción de agenda que les impediría más de un encuentro en la misma fecha con la calidez opípara de otros destinos en sus barriadas.
Veremos veladas recortadas por el toque de queda que genera confinamientos. La decoración estacional que evoca paisajes alpinos brillará con luces solo para consumo internos de los miembros de cada familia, bajo temperaturas que nada tendrán de nórdicas, inútiles para impresionar a los congéneres de otros domicilios también puestos bajo encierro.
Los papás Noel, que son muchos pero solo alcanzan para los que tienen a sus padres vivos o buenos padrinos sustitutos, experimentarán cambios en los detalles de sus hazañas que incluiría, para entendimiento y entusiasmos de sus cándidos destinatarios, un ambiente aéreo demasiado iluminado por el astro rey como para que las mentes infantiles acepten que sus trineos surcaron los cielos sin dejarse ver.
Ya de por sí, y para fines tropicales, los Santa Claus de estas latitudes figuran en versiones que nada hablan de entrar por chimeneas. No las ha habido nunca. Aquí el más socorrido e inaudito relato sobre subrepticios ingresos a las casas y sus habitaciones es la de un mágico achicamiento del venerado anciano y su cargamento tras hibernar por todo un año en las frialdades de los polos terráqueos.
Es en este punto donde la leyenda del viajero gordiflón, barbudo y generoso con los niños que se portan bien se junta con la del Chavo del 8 y sus pastillas de chiquitolinas.
Con los amigos Melchor, Gaspar y Baltasar la historia tendría que ser diferente; nunca se ha dicho que sus camellos reales tienen alas y los nativos digitales de la niñez de esta época están demasiado informados sobre lo imprescindible que resulta el GPS para poder llegar a tiempo a todos lados, algo que no aparece como disponible para ellos en las profecías que tratan de hacer verosímil su existencia.
Su invisibilidad etérea para el traspaso de paredes con fines obsequiosos sí que alcanzaría verosimilitud en un país en el que los despojos, públicos y privados, conocen pocos límites y la violación de domicilios y presupuestos con enajenación subrepticia de bienes y liquidez a veces no tiene explicación científica pero si mucho de innegable realidad.