Ni de marfil ni de oro estará mi lecho decorado

Ni de marfil ni de oro estará mi lecho decorado

Horacio, el poeta latino que no muere, así pasen anonadantes siglos desde su deceso, escribía en su Oda XVIII “Non ebur neque  aureum…” que “Ni de marfil ni de oro/  está mi humilde techo decorado…”. Más adelante, en la misma Oda, escribe: “¿Por qué tu afán? La tierra/ igual recibe al pobre que al preclaro hijo de reyes. /Al guardián del Orco/ ni el mismo Prometeo ha sobornado/con el oro y la astucia”.  *(Orco: infierno de los condenados).

Tomo en  préstamo estas  líneas para decir que ni de marfil ni de oro están decoradas las tumbas de los inexplicables  ambiciosos que ni siquiera  pueden vomitar asqueantes torrentes de millones monetarios al momento de morir.  Aunque sí muchas agrias disensiones entre los herederos.

Desde cierto número de años,  los pomposos y costosísimos ataúdes de metal, acojinados internamente (supongo que  para mayor comodidad del difunto) son violados con picos y barras de hierro, destrozados por los ladrones profanadores de tumbas, mientras la desidia, la  negligencia y el descuido de los familiares herederos –enemistados o distanciados- se ocupa de trámites legales a fin de lograr los mayores beneficios.

¿Por qué tal empeño por tener más de lo que se requiere para vivir con cierta comodidad? ¿Para demostrar superioridad ante los demás?

¿Pero no es este un precio muy alto, pagar con ansiedad continua, con persistente estrés, con tensión provocada por situaciones agobiantes que, inevitablemente originan reacciones psicosomáticas o trastornos psicológicos, a veces graves?

Para, al fin, dejar, no dinero, no bienes, sino odios y antagonismos.

Pero todo en la vida cuesta trabajo.

Ulises Heureaux, “el negro Lilís”, uno de los más terribles dictadores dominicanos, (1845-1899), dijo, más de una vez, que “lo más difícil es saber ser negro, ser rico y ser viejo”.

¿Por qué? Por la inconformidad con la realidad que tenemos encima. 

Cuando somos niños queremos ser adolescentes; cuando entramos en esta conflictiva etapa, víctimas de una nueva inconformidad, anhelamos que nos llegue el tiempo de alcanzar una adultez envuelta en independencia, suponiendo que se trata de un período de triunfantes libertades accionales signadas por el éxito –que es invariablemente tenido por placentero, aunque éxito significa esfuerzo, sacrificio e insospechables desencantos-. Una vez arriba, sólo resta bajar y cualquier síntoma indicador de descenso es íntimamente preocupante.

El maestro espiritual hindú Jiddu Krishnamurti (1895-1986) quien en 1929 se deshizo de la organización, el dinero y las propiedades reunidas en su nombre para un gran proyecto mundial, se convenció de que los verdaderos triunfos están en lo más hondo del ser. Constituyen un trabajo individual, constante y exigente. Nadie más puede realizarlo, ni hay una receta única para lograr el bienestar y la paz, como no sea la concisa enseñanza de Jesús: No le hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas