La democracia supone la igualdad de los ciudadanos. Igualdad en cuanto a poder económico, político y social; igualdad de conocimiento, información e inteligencia. Realmente, lo más que podemos obtener es un sistema institucional cuyas leyes y procedimientos garanticen relativa igualdad de acceso a esos bienes y condiciones. Por eso, la democracia es solamente una utopía necesaria que debemos propiciar. Una de las cosas más difíciles en la democracia es, precisamente, obtener líderes y gobernantes demócratas. Para serlo, se requiere de un talento muy especial que envuelve inteligencia racional, emocional y espiritual, y una capacidad enorme para escuchar, tolerar y responder a requerimientos y demandas, necesidades y necedades de todos, justa y cortésmente.
Weber llamó “líder racional” al que representa el interés común y concilia las demandas contradictorias; asignando prioridades de acuerdo a criterios consensuados justos y prácticos. Un liderazgo abierto, conversado y meditado, cuyas disposiciones son funcionales, legales y justas, legítimas desde todo punto de vista.
Padecemos grandes inequidades; contingentes poblacionales prácticamente analfabetas que hacen impracticable el modelo democrático. La gente sabe eso. Por ello se aúpan caudillos, dictadores ríspidos, como Trujillo, manos suaves, como Balaguer. Bosch comprendió que para crear una democracia había que producir equidad: trabajo, salud, educación para todos, mediante la dictadura de partido, pero con respaldo popular. Sabía también el riesgo de un Gobierno implementado por gentes defectuosas moral e intelectualmente, amenazado por los oligarcas y los imperios. Igualmente prefiguraba su propensión a la improvisación, a cada cual buscarse lo suyo, pervirtiendo el Proyecto, camino del derrumbe. Muy probablemente no existe individuo ni partido con capacidad para manejar razonablemente un país con tantas flaquezas humanas, y con tantas necesidades impostergables que compiten con demasiadas demandas superfluas. La globalización produce cierta concienciación, pero siembra urgencias consumistas conflictivas que presionan en exceso nuestras precarias instituciones. Los conflictos son manejados con impericia y poca entereza, mientras las instituciones requieren de valores e intereses comunes, cosa que la desigualdad y la diversidad dificultan. La voluntad de unos pocos se impone sobre los muchos sin consulta ni aprobación previa. El abuso de poder humilla a las mayorías, peor aún cuando ello viene de actores ilegales, irregulares o ilegítimos; mafiosos, traficantes, sicarios y lava-honras depredando el Erario y las buenas costumbres, mientras la mano de la Autoridad, la del poder legítimo, ni siquiera se presenta en el lugar de los hechos. La violencia es, a la vez, estructural e individual; legal y arbitraria; sistemática y aleatoria. Siempre inaceptable, absurda, a menudo inexplicable; la gente cansada y abatida no digiere tanto mal. La democracia necesita de un diálogo sobre “discrepancias razonables” y de “zonas de flexibilidad y buena voluntad”. Mientras, la “Superioridad” está atascada en cuestiones más burdas y elementales. Si no somos capaces de manejar razonablemente nuestras instituciones públicas, especialmente la justicia y el sistema eleccionario, imprescindibles para organizar y canalizar divergencias y conflictos, la violencia seguirá expandiéndose hora tras hora; ante la mirada impávida de tantas gentes buenas y pacifistas que se sienten inútiles. Habría, posiblemente, también quienes se animen a buscar otras soluciones…