No es de ahora: convulsiones siempre arrojan dominicanos a las costas puertorriqueñas

No es de ahora: convulsiones siempre arrojan dominicanos a las costas puertorriqueñas

Los dominicanos que emigraron a Puerto Rico en los siglos pasado y antepasado eran letrados, estudiantes universitarios, abogados, militares de alto rango, músicos, arquitectos y otros profesionales de tan elevada preparación que ocuparon posiciones relevantes en la cercana isla donde se distinguieron por su eficiencia y prestigio. Llevaron con ellos a sus esclavos lo que dio oportunidad a muchos boricuas para adquirir y negociar negros, mulatos, grifos y otros criollos ubicados en la isla Española de Santo Domingo.

La firma del Tratado de Basilea, en 1795, las invasiones de Toussaint Louverture, en enero de 1801 y del general haitiano Christophe y la ocupación de la isla por las tropas de Leclerc produjeron ese éxodo que se prolongó hasta más allá de 1812. Fue la invasión de Toussaint, sin embargo, “la que desató la gran ola de inmigración dominicana”. En su huida, su desesperación, los habitantes de este lado abandonaron sus bienes. Decían en sus declaraciones “que con motivo de los últimos procedimientos verificados por el Negro Tuissant L’Ouverture (sic) me vi en la necesidad de emigrar con mi familia de la capital de Santo Domingo”.

Allá se ubicaron en San Juan, San Germán, Aguadilla, Guaynabo, Río Hondo, Bayamón, Mayagüez, Río Piedras, y fueron abogados de la Real Audiencia, síndicos, procuradores generales, asesores del ayuntamiento, alcaldes, escribanos reales, inversionistas, hacendados, industriales, comerciantes.

“Era grande la escasez de escribanos en la Isla de Puerto Rico pues con una población que crecía vertiginosamente e iban acercándose a los doscientos mil habitantes, así como con una producción agrícola en pleno desarrollo y los negocios en su auge, apenas si había media docena de ellos… Se comprende, desde luego, que eran bienvenidos los escribanos dominicanos refugiados en suelo puertorriqueño”.

Los datos están contenidos en un extenso trabajo publicado por Ádám Szásdi Nagy, de Budapest, Hungría, quien es miembro de varias academias de historia, entre ellas las de Puerto Rico y Dominicana. El historiador, nacido en 1930, obtuvo una maestría en Estudios Latinoamericanos en Tulane University, New Orleáns y el doctorado en Filosofía y Letras con especialidad en Historia de América en la Universidad Complutense de Madrid. Impartió docencia durante treinta y un años en las universidades Interamericana y de Puerto Rico, Recinto Río Piedras. El amplio estudio sobre “Emigrados Dominicanos en Puerto Rico, 1796-1812”, está publicado en el más reciente ejemplar de la revista Clío cuyo Consejo Editorial preside el doctor Emilio Cordero Michel.

“La Isla Española de Santo Domingo y la de Puerto Rico –otrora Isla de San Juan Bautista- siempre estuvieron cerca la una de la otra y no sólo en lo geográfico. Símbolo de tales lazos en otros tiempos era la veneración de la Virgen de Altagracia, de que se encuentran manifestaciones varias en la documentación. Fue la de una esclava llamada María Altagracia, que pertenecía a la madrileña doña María Teresa de Ustáriz, hija de un gobernador de Puerto Rico, fallecida en San Juan en 1807. O la de un hombre de origen humilde, el cual en su testamento de 1811 legó trescientos pesos para un vestido de gala “lo más decente que sea posible, para la imagen de Nuestra Señora de Altagracia, venerada en el altar y cofradía de esta Santa Iglesia Catedral de San Juan, y en particular para que la vistan con ese vestido el día de Navidad”. El testimonio consta en el testamento de Josef Rosario.

Las informaciones que ofrece Szásdi Nagy se basan en actas capitulares, protocolos notariales, escribanías, testamentos y cartas de ventas del Archivo General de Puerto Rico. Abarcan alrededor de cien páginas en las que se detallan funciones, condiciones de viajes y de vida, residencias, patrimonio, pensiones, estadías, traslados a Santo Domingo o la muerte en Borinquen de un incontable número de dominicanos de apellidos aun vigentes aquí y en la hermana antilla que a lo largo de la historia ha compartido con Santo Domingo calamidades mutuas, según el autor.

Tan estrecha era la relación que a finales de 1795 se había solicitado el establecimiento en Puerto Rico “de la Universidad que existía en la Isla Española de Santo Domingo, con motivo de su extinción por la cesión que le ha hecho de ella el Rey nuestro señor a la Francia”.

“Por el mismo tiempo comenzaban a afluir a Puerto Rico los primeros emigrados, entre los cuales predominaban los letrados y militares, muchos de estos aparentemente peninsulares, pero casados con dominicanas que, con sus hijos, dejaban atrás la patria”, significa.

[b]EN LOS CABILDOS[/b]

Uno de los primeros emigrados que no quiso esperar la entrega del territorio a los franceses fue el doctor José del Monte, que ejerció de abogado, quien debió ser deudo de José Joaquín Del Monte, que ya estaba en Aguadilla para 1801 y que fue Síndico Procurador General, por elección. Tuvo una destacada actuación en esa y otras funciones. Fundó escuelas públicas, dotó el cabildo de leyes y ordenanzas municipales, defendió contra el enemigo holandés en San Juan, desalojándolo del puerto, adquirió tinteros, carpetas y obtuvo recursos para la sala capitular.

“Si José Joaquín del Monte se distinguió en San Germán, en la ciudad de San Juan alcanzó una posición de gran prestigio el capitán de dragones retirado don José Tadeo Cevallos. Estaba casado con doña María Sánchez, y en 1802 poseía varias haciendas en ingenios en la ciudad de Santiago de los Caballeros”, anota Szásdi Nagy.

Compró estancias en Río Piedras y Guaynabo, casas de madera y paja, trapiches, alambiques, yuntas de bueyes, vacas paridas, bestias, terrenos, haciendas dedicadas a la producción de azúcar y café, llevaba esclavos y los vendía, entre otros negocios. Fue también síndico y procurador general de la ciudad de San Juan, “habiendo sido elegido por la amplia mayoría de nueve votos contra uno”.

A Zevallos o Cevallos siguió en la presidencia del cabildo puertorriqueño Francisco de Paula Mosquera y Cabrera, de Santo Domingo, también favorecido por los votos el 1 de enero de 1804, y reelecto dos años después. Fue además Asesor de Marina.

Fueron numerosos los escribanos dominicanos que se distinguieron en Puerto Rico. El historiador da cuenta de las actuaciones de Juan Ángel Novoa, Juan Eloy Tirado, José Hostos… Otros dominicanos de noble casta emigrados a Puerto Rico para la época y que ocuparon posiciones de prestancia fueron el arquitecto Blas Garviez o Granel, Francisco Espaillat, Antonia Velilla, Manuel María Caro, Manuela de Castro, Francisco Xavier de Villasante, Ignacio, Ramón, Mariano, Manuel María Caro, Tomás Escalona, Gregoria Tezeda, Teresa Galana, José de Lavastida, Josefa Frómeta, Josefa Pepín, María de la Luz Logroño, Nicolás Heredia, Fernando Heredia, Andrés de la Cruz, Ramón Caro…

“La documentación más nutrida relacionada con la emigración dominicana en Puerto Rico, concierne a los esclavos. Predominan, lógicamente, las escrituras de compra-venta”, manifiesta el autor, en un movido capítulo en el que no sólo describe operaciones sino edades, fisonomía, virtudes, dudas, desventajas, nombres, posiciones, beneficios, oficios de los esclavos e identificaciones de sus vendedores y nuevos dueños.

Uno de los más ilustres emigrantes dominicanos de ese periodo fue Juan Sánchez Ramírez, el victorioso héroe de Palo Hincado, quien se estableció en Mayagüez en 1803. Aunque “una parte sustancial de los funcionarios se plegó al régimen intruso, con lo que no contaron los franceses y su emperador fue con la reacción ejemplar de la nación española: la nación tal como se hallaba entonces constituida a ambos lados del Atlántico”, señala Ádám Szásdi Nagy y destacando la presencia de Sánchez Ramírez comenta que “una de las páginas honrosas de esa reacción correspondió a los dominicanos cuyo triunfo lo aseguró la expedición que envió contra los franceses el gobernador de Puerto Rico, mariscal don Toribio Montes, general de muchos quilates”, quien contribuyó, para aquella intentona, con dos lanchas cañoneras, cuatrocientos fusiles, doscientos sables, municiones y pertrechos…”.

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