No es un cuento

No es un cuento

Entonces el permiso era indispensable. Había que solicitarlo, pedirlo, suplicarlo hasta lograr la concesión. Si la dispensa ocurría se agradecía con la lisonja, la necesaria y fementida incondicionalidad. El favor, que no el derecho, provocaba la genuflexión y uno de los requisitos para sobrevivir: el servilismo. Permiso para enamorarse, para pensar, para caminar, para soñar.
Permiso para viajar fuera del país, para trasladarse de una cuadra a otra. Permiso para ejercer cualquier oficio y atravesar los linderos de la jurisdicción asignada. Cada municipio cercado, aterido con el mandoble del gobernador, del guardia, del vigía, del soplón. La desconfianza teñía afectos, laceraba fidelidad, obligaba la traición. El silencio, divisa. El hablador era despreciado, porque la palabra mal dicha, espontánea o sincera, condenaba. Era el tiempo de las voces bajas y del murmullo, del bisbiseo y el ocultamiento. Padres obsecuentes ofrendaban sus hijas, aunque luego, la vergüenza carcomía la existencia y se convertían en estropicios culpables. Maridos cómplices encubrían la bastardía. La prole adulterina pululaba entre la otra sin el menor recato y aunque el fenotipo delatara la hombría mancillada, el cónyuge ofendido se enorgullecía del derecho de pernada que había ejercido “el jefe” y también disfrutaba su descendencia estupradora, asesina, sádica, rapaz. Se enseñaba a callar, a mentir, a fingir. Los lacayos repetían como credo las loas, Dios y Trujillo protegían honra y patrimonio. La sumisión permitía aquello de “En esta casa Trujillo es el jefe. “Porque la jefatura se ejercía en el lecho ajeno, sin oposición ni resabio. Muchos de los vejados, humillados y ofendidos, después del 30 de mayo, alardeaban, presumían de una inexistente valentía sin reparar que en la familia estaba la evidencia de la cobardía. Porque olvidaron que la ignominia tuvo testigos y la complicidad también. Engañar después es villanía y hunde más en la indignidad a esa crápula que apuesta a la desmemoria. La sagacidad de Joseíto Mateo siempre servirá como sentencia para desenmascarar a tantos conversos y oportunistas. Personajillos atrevidos, dispuestos a acusar antes de que alguien le recuerde sus culpas. “El rey del merengue” fue contundente cuando uno de esos conversos, en el momento de las jaculatorias y los golpes en el pecho, después de tanta orgía y tanta sangre, tanta delación y connivencia, tanto armiño y carroza, tanto poema y discurso, tanto besamanos degradante, gritó a su paso: ¡miren ese, le cantaba los merengues al jefe! Joseíto respondió, presto y sagaz: yo los cantaba, pero tú los bailabas.
Época del miedo. Miedo por doquier. Porque si no estás conmigo estás contra mí. En el año 2014 escribí que 53 años después del atentado contra el tirano nadie había hecho un acto de contrición. Ningún torturador, ningún estuprador, ningún asesino, ningún ejecutor de las órdenes superiores, ha dicho que se arrepiente o ha expresado las razones de su bajeza. Nadie, ninguno, ha dicho en la plaza pública: perdón, ni ha tenido el valor de justificar sus tropelías. Sin quejas ni lamentos, sin tristezas, prestanombres, delatores, sicarios, envejecieron entre y con nosotros. Usufructuarios de aquella era cuando la vileza ocupaba cada rincón del territorio y más allá. La diplomacia fue abyecta, servida por intelectuales atrapados y rendidos, presas del terror y la adulación. La indolencia se encargó después de integrarlos a la sociedad. Santiguados por el olvido permanecieron incólumes en la administración pública que reivindicaba su experiencia. 58 años después del tiranicidio la confusión asoma. La osadía y el desconocimiento pretenden trastocar la historia y evocar las bondades de aquel infierno. Las víctimas del oprobio, miran atónitos el trastrueque. Es la justificación del padecimiento y el escarnio. Como si se contara una fábula. Procede compeler a los sobrevivientes del horror para que hablen. Que de nuevo divulguen sus esporádicos testimonios. Los desmanes de hoy, se gestaron en la manipulación de los hechos, en la mentira y el compadrazgo, en la hostilidad que separa los grupos de antitrujillistas. Es imperativo el reencuentro para reiterar que la era de Trujillo no es un cuento.

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