No existo

No existo

COSETTE ALVAREZ
Aprovechando lo cada vez más tarde que pasa el repartidor del periódico, a quien no se cómo podré cobrarle todas las plantas que me ha arruinado incluyendo una orquídea carísima ni reclamarle por los periodicazos que propina a mis gatos más las veces que lo tira en otra casa o en ninguna, pido a cualquiera de ustedes que me llame temprano el día que publiquen este artículo, para esconder los lentes a mamá, que no tengo dinero para la clínica. De papá, francamente, «me s»importa» la reacción.

Estuvieron casados por más de treinta años, aparte de los que habrán tenido de amores, pero mucho antes de eso, nacieron y se criaron no solamente en el mismo pueblo pequeño, sino en la mismísima calle. Creo que debe hacer veinte años que se divorciaron, lo que representa en estos momentos menos de la cuarta parte de sus vidas, ya que réquete pasan de los ochenta. 

Pues créanme que, en mi presencia, los dos se encontraron de frente en un supermercado, y los dos aseguraron no conocerse. El uno juraba no saber quien era la otra. Y la otra casi convencía de no haber visto al uno jamás en su vida. Para sentirme menos burlada, decidí decirle a él que ella tenía Alzheimer, y a ella le dije que él estaba loco y que tampoco me había reconocido, sino que se detuvo a hablar conmigo pensando que yo era una vegana, quizás compañera de estudios en la infancia o vecina. Ella, muy dueña de sus palabras, me dijo: «¡Ay, sí! Cuídate, mi hija, que ustedes los Alvarez heredan la locura».

Debo haber pasado un par de horas riéndome, contándoselo a una tía, a una amiga, a un amigo, ensayando para contárselo a Gustavo mi hermano, que finalmente no localicé. Pero lo cierto del caso es que luego caí en tremenda depresión. Si ellos dos no se conocían, ¿de dónde salí yo? ¿De dónde salió mi hermano?

Por supuesto que no fue eso lo que me deprimió. El bajón se lo debo a la evidencia de lo simuladores que son muchos padres de esos tiempos; la idiotez que nos atribuyen y cómo nos sacan de juego (si alguna vez fuimos parte del mismo) con su cara de lo más seria. Somos perfectos extraños, aun en el caso de hijos e hijas no tan separados emocionalmente de sus padres como lo he sido yo.

Habiendo pasado muchas horas de ese encuentro, mi mamá, que ahora vive conmigo, todavía me pregunta cada tanto: «¿Eran chanzas tuyas o de verdad ése era Vinicio?» Siempre le hago el cuento diferente, porque si algo entendí de una vez, es que está «loca por cortarle un traje». Con esa misma rapidez entendí que él, por el contrario, tiene mucha necesidad de evitar el tema. Digamos que no aguanta una segunda conciencia, la externa. «No, ésa no es Elsa», me dijo. «Elsa »era» más alta». «Tú también eras más alto», le contesté.

Son demasiados los recuerdos, en su mayoría desagradables, que están fluyendo a mi memoria. Para más decirles, me atrevo a declarar bajo juramento que hoy fue el momento menos tenso que he tenido en presencia de los dos juntos. Al menos, hoy jugaron a no conocerse. Porque ¡cuánto se han herido! Y, lo que me atañe, ¡cuánto y cómo nos han lastimado! No es excusa que lo hicieran para, a través de nosotros, maltratarse uno al otro. Siempre estuvo a la vista que despreciaban el producto de su desprecio mutuo. Y sobrevivimos. Cada uno por su lado, pero estamos vivos, encontrándonos así, cada muchos años, en lugares públicos. Jugando a los extraños cordiales.

¿Quieren terminar sus días en paz con sus conciencias? Pues sigan jugando al olvido, al borrón. Siendo yo la mala de la película, me espanto sólo de imaginarme haciendo a mi hija o diciendo de ella siquiera la millonésima parte de lo que viví y escuché de parte de esos dos «desconocidos». De manera que no me corresponde proporcionarles tranquilidad. Bastante hago con no molestarlos, con no imponerles mi existencia, con atender a uno de los dos (a ella) sólo para mostrar a mi hija lo que tendrá que hacer conmigo más temprano que tarde.

Ninguno de los dos tiene idea ni ha dado señales de importarle lo que ha sido mi vida, ni cómo salí, no necesariamente ilesa, del precipicio al que me lanzaron. No sé cómo se explican – por tanto tampoco reconocen – que jamás tuvieran que ir a sacarme de un destacamento policial, ni de la cárcel, ni de un hospital, ni de un centro de rehabilitación, ni de un antro de perversión, ni recogerme de una cuneta, como tampoco saben cómo subsistí tantos años ni bajo que (falta de) techo dormía mientras ellos alimentaban sus recíprocos sentimientos negativos. Sólo estaban de acuerdo a la hora de disminuirnos, de apocarnos, de hacer saber al mundo que no tenían nada que ver con nosotros.

Ahora, no soy nada, no soy nadie. Pero escribo en periódicos, aparezco por televisión, fui candidata a diputada, mal que bien todavía soy diplomática, al día de hoy quedan unos cuantos alumnos y clientes de traducciones agradecidos, de ésos que en las mentes de mis padres son personas importantes y, por sobre todas las cosas, tengo una hija que es un dechado de virtud, que si algo molesta de ella es lo bien que se porta.

Así como tantos de ustedes, los lectores, no pierden ocasión de insultarme, siempre quedan quienes me respetan y, cuando se encuentran con mis padres, naturalmente por separado, les manifiestan que me leen, que me conocen, que me frecuentan, cualquier cosa, invariablemente con algún halago, como mandan los buenos modales (excepto don Víctor, que no pudo disimular su irritación al ver a mamá en mi carro y tuvo el tupé de preguntarle que si ya no le daba problemas, siendo él de los que siempre se paran a hablar conmigo en el supermercado con aparente orgullo de conocerme). ¡Es tan fácil decir «ésta es mi hija»!

Perdónenme por ocupar este espacio así, pero esos dolaritos que ustedes tanto me restriegan tampoco alcanzan para sicoterapia. Para que no den su lectura por perdida, piensen que todo esto se parece demasiado a las relaciones entre los gobernantes y los gobernados, a las actitudes de los unos hacia los otros, y eso, que a los gobernantes dizque los elegimos libremente.

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