No hagamos como el avestruz…

No hagamos como el avestruz…

Cada vez con más frecuencia los dominicanos y dominicanas pasamos la vergüenza de leer o escuchar denuncias y evaluaciones reveladoras de nuestras miserias  institucionales, altos niveles de corrupción, malversación y falta de transparencia, y precariedad de los servicios fundamentales determinada por la ausencia de prioridad en las inversiones públicas.

Ya el informe de competitividad internacional del Foro Económico Mundial nos ha calificado como  campeones universales en malversación de los fondos públicos y en desconfianza en la policía, y competimos por los últimos peldaños en calidad de la educación, embarazos de adolescentes, muertos a manos de la policía, en favoritismo de los funcionarios públicos y en otros renglones. 

Lo peor es que nos hemos acostumbrado a las denuncias y ya nada parece conturbarnos ni conmovernos. Nada nos espanta ni quita el sueño. Hemos perdido nuestra capacidad de asombro y entendemos que genéticamente estamos incapacitados para cumplir la Constitución y las leyes y cualquier norma que nos demos. La reacción es de indignación y descalificación de quienes nos desaprueban, creyendo que resolvemos el problema apelando a la soberanía nacional y a un nacionalismo hipócrita y dicotómico que la globalización universal sepultó.

Fuimos tan lejos en el salvajismo institucional que pasamos cuatro años negando las actas de nacimiento a miles de ciudadanos porque son descendientes de haitianos. Aquí no valieron ni las sentencias judiciales en contra y no rectificamos hasta que en la OEA, en el Departamento de Estado norteamericano, en el Congreso de los Estados Unidos y en la Universidad George Washington nos dijeron casi al unísono  que eso es inaceptable, que así como hay méxico-norteamericanos, dominico-americanos y dominico-españoles, puede también haber dominico-haitianos.

Esta semana el embajador de Gran Bretaña, al hablar en un evento oficial ante las máximas autoridades judiciales, incluyendo al presidente de la Suprema Corte de Justicia y al Procurador General de la República, y en el recinto sede de estas instituciones, denunció la corrupción, que se expresa en el tráfico de influencias y la extorsión, como dañino para la imagen de la nación y la inversión extranjera.

Debe estar demasiado motivado el embajador Steven Fisher para denunciar en ese escenario que por “inconvenientes asociados a la corrupción una importante empresa británica se fue hace poco del país”, y que otra ha sido objeto de una “tentativa de soborno muy grande”. 

No se trató de una declaración improvisada. El embajador Fisher pronunciaba una conferencia en un evento que se supone parte de los esfuerzos que se realizan ante las Iniciativas Participativas Anticorrupción que promueven organismos internacionales, por las que este 2011 que declina fue denominado como “Año de la Transparencia y la Institucionalidad”.

Pero el mismo día, miércoles 23 de noviembre, el embajador de Estados Unidos, Raúl Izaguirre,  pronunciaba otra conferencia ante la Cámara de Comercio Dominico Americana, en la que retaba a esta sociedad a superar graves deficiencias como las de educación y electricidad, el clientelismo político y la precariedad energética.

En la misma jornada la prensa recogía los resultados de una auditoría que muestra la malversación de 700 millones de pesos en el Instituto Agrario Dominicano, y daba cuenta del piquete realizado por canjeadores de cheques al Consejo Estatal del Azúcar, cuyo director anterior -ahora en otro cargo gubernamental- les dejó con cheques sin fondos por 15 millones de pesos, que tres meses después no han podido recuperar.

Ya se ha producido la clásica indignación contra el embajador británico,  cuando lo procedente que el titular del Departamento de Lucha contra la Corrupción, allí presente, le pidiera una cita para iniciar una investigación. ¿Cuántos creen que lo hará y que terminará en sanciones? Algunos son tan descarados que se atreven a sugerir que Fisher se inventó esa denuncia para “dañar el buen nombre de la nación”. Y en vez de indignarse contra el pecado y los pecadores, lo hacen contra el conferenciante invitado.  

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