¡No hay agua en los hoyitos!

¡No hay agua en los hoyitos!

PEDRO GIL ITURBIDES
Marchaba el vehículo a velocidad de cuchumil kilómetros por hora, cuando el motor comenzó a corcovear. «¡Ay Dios mío!, pensé, ¡otra vez le falta agua en los hoyitos!». No podía detenerme pues había comprometido mi palabra, la que me queda para tiempos de crisis, en la exactitud de mi llegada. Al desgüabinarse el motor me consolé diciéndome que no tenía retraso. ¿Una simple hora por encima de la fijada para iniciar el acto?, me dije. Esa misma es la de atraso que tiene la República en su cita con el desarrollo pleno, basado en un indetenible crecimiento pletórico de equidad.

Hete aquí que, lo mismo que una inmensa mayoría del pueblo, me encontraba paralizado en medio de una noche oscura. Esa mayoría a la que aludo pensó alguna vez que lograría su promoción humana, y que la libertad propiciaría equidad y progreso. Todos hemos intentado divisar la luz del alba, en el lejano y oscuro horizonte. Una y otra vez, sin embargo, en vez de esa lucecilla, advertimos que a la República siempre le ha faltado ¡agua en los hoyitos!.

Por supuesto, esta vez existía una diferencia. Me hallaba en el carril de ir, y para mi satisfacción contemplaba unos faroles que me iluminaban, en el mismo carril, en sentido contrario. Me dije que, ¡gracias a Dios!, éstos que se acercaban violentaban una norma de tránsito. Todas las normas del país, sociales o jurídicas, son de valor relativo y de aplicación arbitraria. Si nos convienen y favorecen, las acatamos. Si las entendemos adversas a nuestros intereses u objetivos, ¡las atacamos! Y lo que vale para quien está llamado a observarla es atribuible al que está supuesto a hacerla cumplir.

Por eso es que al país le falta agua en los hoyitos.

Sintomático de esta tendencia es nuestro comportamiento en cuanto atañe al movimiento vehicular en calles y carreteras. O nuestra aversión a los impuestos. En cuanto a la materia impositiva se comprende, pues resistirse a contribuir con el procomún parece proclividad propia del ser humano. Todo para mí, nada para los demás, ni para el núcleo social, es la consigna que se lanza a los cuatro vientos. Y por supuesto, inclinación como ésta trae sus resultados, que son ésos, los que impiden un progreso colectivo, real, constante.

Con extraña mezcla de desparpajo, irresponsabilidad e incivilidad conducimos las existencias individuales, y la colectiva. Por imprevisión pasamos por alto los potenciales resultados de tal modo de ser, diciéndonos ¡e`pa`lante que vamos! Con notorio desdoro eludimos cuanto rige la vida social, si ello contraviene nuestros antojos. El decoro y el honor son expresiones huecas, destinadas a ser leídas en novelas o consultadas en diccionarios.

¿Atropellamos a alguien por nuestra negligencia en el quehacer público o privado? ¡Qué importa! Y andamos por ello como guinea tuerta, pues un resto de conciencia moral advierte muy quedamente que las conductas indecorosas concitan reacciones incivilizadas. Y al final tenemos que decirnos que no hay agua en los hoyitos.

Tengo plena conciencia de que el país marcha. Ante nosotros, sin embargo, van rezagos conductuales, taras que transmitimos de generación en generación, tanto a causa del condicionamiento social como por factores genéticos. Sobre ellas debe trabajarse con mayor ahínco que el dispuesto para ganar el pan nuestro de cada día. Es un trabajo delicado, una obra de orfebrería que debe iniciarse fortaleciendo a la familia y estimulando los comportamientos éticos. Porque, de no asumir el conglomerado dicha tarea, el carro de la República seguirá deteniéndose en cualquier vuelta de camino, ¡porque no tiene agua en los hoyitos!.

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