A veces no sé si vivimos en un país o si asistimos a una función de media tarde. La diferencia es que, en el teatro, los actores lo admiten. Aquí, todos actúan, pero juran que están diciendo la verdad. Lo irónico es que nadie se ríe, aunque vivimos dentro de un circo.
En este espectáculo mal montado, tenemos una justicia sin equilibrio, medios que gritan más de lo que investigan y una audiencia que consume la indignación con palomitas. Encender la televisión o revisar las redes sociales es como asistir a una función de títeres: ya sabemos quién mueve los hilos, pero igual nos dejamos llevar.
La justicia se ha vuelto una obra sin guión claro. Las decisiones no se explican, se declaman. Los procesos no se respetan, se editan. Y los culpables no se enfrentan, se esconden detrás de tecnicismos o de aplazamientos estratégicos.
Cuando finalmente alguien cae, recibe tratamiento de estrella en decadencia. Porque en este país —como en muchos rincones de América Latina— el escándalo vende más que la verdad y la portada vale más que el expediente.
Los medios, que deberían ser contrapeso del poder, muchas veces terminan siendo parte del show. El sensacionalismo le gana a la investigación; el clip viral sustituye el análisis profundo. Lo vemos en el caso de Perú con el juicio mediático a presidentes, en Colombia con los titulares que linchan antes de verificar, y en nuestra isla, donde muchas veces se convierte en noticia lo que es ruido y se ignora lo que importa. Porque cuando todo es espectáculo, la verdad se vuelve irrelevante.
Y no se trata solo de las instituciones. También hay que hablar del público. De nosotros. De los que observamos desde la comodidad de un “like” o un tuit. Aquí todo el mundo es valiente desde el celular. Se opina con rabia desde el teclado, pero se baja la cabeza en la fila, en la reunión, en el ascensor. Se dice “eso no está bien” en los comentarios, pero se aplaude en la vida real si el beneficio es personal.
Nos hemos entrenado para indignarnos solo hasta donde no duela. Para callar si hay que conservar una posición. Para mirar hacia otro lado si la verdad puede costarnos algo. Somos parte de un sistema que premia el silencio útil y castiga la coherencia.
Y mientras tanto, el circo continúa. Cambian los actores, pero el libreto es el mismo: escándalo, rumor, silencio. Nuevo escándalo.
A veces pienso que lo más revolucionario que podemos hacer en este país es bajarnos del rol de espectadores. Empezar a exigir coherencia, no solo en las instituciones; de la misma manera, en nuestros propios discursos. Que lo que decimos en redes se parezca a lo que hacemos frente a frente. Que lo que denunciamos no lo practiquemos en pequeño. Porque el verdadero problema no es solo lo que otros hacen, es lo que nosotros permitimos con nuestro silencio.
Y sí, hay quienes todavía creemos que otra función es posible. Que se puede hacer justicia sin circo. Que se puede informar sin gritar. Que se puede disentir sin miedo. Pero para eso, hay que dejar de actuar. Hay que hablar claro. Hay que quitarse la careta.
Porque este país merece más que una función repetida. Merece una historia nueva. Sin embargo, para escribirla, hay que tener el valor de dejar de aplaudir lo que por dentro sabemos que está mal.