No perdamos la batalla

No perdamos la batalla

MARIEN ARISTY CAPITAN
Cuando era pequeña no era capaz de soportar el dolor de los demás. Me parecía injusto, incluso dudaba que Dios fuera tan bueno como decían las monjas del Apostolado porque, ¿cómo podía entenderse que no se compadeciera de los niños hambrientos, esos que pedían en la calle y me partían el corazón?

Mi cuestionamiento llegó a ocasionarme muchos problemas en la clase de religión. Con ocho años, incluso, estuvieron al punto de echarme del colegio. Y aprendí a callar, entonces, porque no me quedaba más remedio.

De aquella mañana en que mi padre tuvo que interceder por mí han pasado veintiséis años. Como ayer, sin embargo, me sigue doliendo lo que le pasa a los demás. ¿La diferencia? He entendido que la culpa no es de Dios: es sólo nuestra.

Llegar a esa conclusión es muy fácil cuando se ven rostros como los de Gladys María Guerrero, con 32 semanas de embarazo; Santa de la Cruz y Maritza de Jesús, quienes tuvieron que pagar por la irresponsabilidad y el abuso de un grupo de choferes que entiende que la mejor forma de reclamar sus derechos es destruyendo las vidas de quienes dependen de ellos para sobrevivir.

Esas tres mujeres, como tantas otras que se levantan al alba para trabajar y echar hacia delante a su familia, deben estarse preguntando lo mismo que yo: ¿por qué, si supone que la lucha era contra el gobierno, se ensañaron contra ellas? ¿En qué estaban pensando cuando, al lanzar la bomba casera, incendiaron aquel autobús? ¿No se les ocurrió que alguien podría morir? ¿Tampoco pensaron en que estaban hiriendo a quienes, paradójicamente, les pagan los pasajes con los que sustentan a sus familias?

Amén de que las marcas que les quedarán físicamente a esas mujeres, esos bandidos han abierto en ellas otra herida que no cicatrizará jamás: la del miedo (que también acompañará a los demás pasajeros que estaban junto a ellas y salieron ilesos).

Solidarizada con esa angustia, la sociedad dominicana ve con preocupación la situación del transporte público. Las cosas, evidentemente, se han salido de control y han cruzado el umbral de lo permisible y aceptable. Por tanto, urge que se ponga coto al poder de los transportistas y sus legionarios.

Si era demasiado que ellos pudieran decidir si colapsaban o no el sistema del transporte, dejando varados a cientos de infelices que se quedaban en las calles a la espera de poder salir o llegar a sus casas, con lo de la huelga del último lunes sobrepasaron todos los límites. Al hacerlo, con este terrible acto vandálico, echaron por tierra cualquier posibilidad de que alguien se solidarice con su causa.

Por más que quieran evitarlo, ya nadie podrá verles a la cara sin pensar en que no son más que un grupo de insensatos con la capacidad de llegar hasta las más truculentas consecuencias con tal de salirse con la suya.

Lo más peligroso de esto es que, si se salen con la suya, estaremos llegando a un punto en el que no habrá retorno: ellos entenderán que, con amedrentarnos violentamente, podrán hacer con el país y con nuestro dinero lo que deseen.

Este ejemplo sería muy nocivo en una sociedad que está cada vez más resquebrajada a causa del afán de lucro de muchos ciudadanos de dudosa reputación que ansían hacerse con las arcas públicas consiguiendo subsidios y beneficios que no les corresponden. Ya tenemos el ejemplo del gas propano. ¿Dejaremos que haya más?

No podemos darnos el lujo de seguir manteniendo a ese grupo de prohombres que dice hablar en nombre de los sindicatos cuando, en honor de la verdad, el dinero que ganan se queda en sus bolsillos. Hay que rescatar el transporte público, el público de verdad, y cortar de raíz ese gran negocio del transporte que tanto dinero le genera a unos pocos.

También debemos castigar a los responsables del incidente del lunes pasado. Recordemos que en otros países lo que fueron pequeños actos vandálicos, con el paso de tiempo, degeneraron en guerrillas y terrorismo. No lleguemos hasta ahí, no perdamos esa batalla, porque entonces ni Dios podrá salvarnos.

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