No podemos ser cristianos siendo indiferentes ante la inhumanidad

No podemos ser cristianos siendo indiferentes ante la inhumanidad

Pocas veces he sentido un deseo tan impetuoso de escribir sobre alguna situación de nuestro país. Este texto se me impuso como un deber de conciencia, al que me empujó una responsabilidad histórica y moral. Nació como respuesta a las múltiples quejas de algunos periodistas, eclesiásticos y funcionarios dominicanos cuando se nos acusa de ser un Estado neonazi, por la forma como estamos abordando el tema de los dominicanos desnacionalizados, la mayoría de los cuales son de ascendencia haitiana.

No somos un Estado neonazi. Pero podríamos llegar a serlo si no reflexionamos y actuamos a tiempo. Porque sin darnos cuenta, damos pasos agigantados hacia lo que la filósofa alemana Hannah Arendt llamó la banalización del mal. Y no solo del que se da en el día a día de nuestras vidas, en lo cotidiano, impulsado por la violencia, la criminalidad, la delincuencia, el narcotráfico, etc.; sino del institucional, que se manifiesta en una política de Estado, en unas leyes que tienden a discriminar y a excluir a un grupo de personas por su nacionalidad, su religión, su condición social. Esto es muy peligroso, cuando se combina con la indiferencia de las personas y de los actores sociales llamados a promover que se eviten estos excesos, porque como bien nos recuerda el papa Francisco en su encíclica Laudato Si: “Es trágico el aumento de los migrantes huyendo de la miseria empeorada por la degradación ambiental, que no son reconocidos como refugiados en las convenciones internacionales, y llevan el peso de sus vidas abandonadas sin protección normativa alguna”. (LS 25).

Somos muchos los que todavía hoy nos sorprendemos, cuando pensamos en la segregación y el Holocausto judío consumado en la nación alemana, en pleno siglo veinte, ante el silencio de tantas personas y de tantos actores sociales. Realidad de la que hoy se avergüenza ese país y el mundo. Vergüenza con la que han de cargar sus ciudadanos, generación tras generación, y todos nosotros y nosotras como humanidad. Este hecho debería ser suficiente para que situaciones como estas nunca se repitan en nuestra historia.

Y sin embargo, parece muy poco lo que sobre esta materia hemos aprendido los dominicanos. Nosotros que sabemos de la matanza de miles de haitianos a manos de las huestes de Rafael Leónidas Trujillo en año 1937, y que con la sentencia168/13 del Tribunal Constitucional fuimos testigo de lo que muy acertadamente el periodista Juan Bolívar Díaz llamó un genocidio civil de miles de nacionales dominicanos.

Lamentablemente, esta sentencia no aparece como un hecho aislado, sino que responde a un conjunto de medidas legislativas que lentamente nos están conduciendo al nivel de indiferencia que luego hace posible los holocaustos de los que más tarde nos arrepentimos. Así lo muestran las acciones que precedieron dicha sentencia, como el despojo de los documentos a los nacionales dominicanos de ascendencia haitiana, la negación sistemática de los derechos laborales a los trabajadores de la caña, el recién concluido y atropellado proceso de regularización, entre otras. Todo lo cual apunta a una postura que tiende a solidificarse en contra de un grupo muy concreto de personas, al que se usa como chivo expiatorio de todos los males nacionales. Y cuya eliminación aparece posteriormente como la única salida posible para superar las desgracias en las que nos vemos inmersos.

Todos sabemos el papel importantísimo que en estas situaciones juegan los nacionalismos mal entendidos y que a quienes no apoyan este tipo de prácticas se les acusa de traidores y de vende patria. Nos ocurre como a quienes en nuestro pasado defendieron los más altos valores de nuestra nación: Enriquillo, Lemba, Núñez de Cáceres, Juan Pablo Duarte, Francisco del Rosario Sánchez, solo por citar algunos nombres, que en este sentido rondan nuestra corta memoria histórica.

En la Alemania nazi también se dieron estas acusaciones. Quizás por ello, entre otras razones, muchos medios de comunicación, iglesias, partidos de oposición, organizaciones comunitarias, no jugaron su papel, lo hicieron muy aisladamente o no fueron efectivos ante esa ola de segregación y represiones. Esto es lo que nosotros no debemos darnos el lujo de repetir. Sin embargo, en nuestro contexto, llaman la atención muchos silencios sobre esta temática. Por la naturaleza de este artículo me gustaría detenerme, en el silencio de la alta jerarquía de la Iglesia Católica dominicana, en el de los religiosos y religiosas de nuestro país y en el de los dirigentes de las otras iglesias cristianas.

Con relación al silencio de las autoridades eclesiásticas, este deja mucho que pensar, pues los obispos de nuestro país hablan sobre cualquier otro tema, sin hacer ninguna alusión a esta situación. Esto, a pesar de que el Papa Francisco en su bendición apostólica a la República Dominicana, les recordó que: “La atención pastoral y caritativa de los inmigrantes, sobre todo a los provenientes de la vecina Haití, que buscan mejores condiciones de vida en territorio dominicano, no admite la indiferencia de los pastores de la Iglesia”.

No digamos el mutismo de la Vida Religiosa, en el año dedicado por este mismo Pontífice a la Vida Consagrada como un tiempo especial para cultivar la mística y la profecía, reconociendo que la una no se da sin la otra. Es sumamente triste que no digamos nada ante el dolor de los bien amados de Dios, los desnacionalizados, la mayoría de ascendencia haitiana. Me parece que igual responsabilidad tienen las demás iglesias cristianas, pues los planteamientos de Jesús son muy claros en favor de lo que nos hace plenamente humanos, hijos e hijas de Dios.

En tiempos de Jesús, existía un escenario muy parecido al nuestro contra samaritanos, prostitutas, pecadores públicos y otros grupos. Y esto con justificación en la ley, el templo, una cierta imagen de Dios y una manipulada concepción de la identidad judía. Por ello, no podemos llamarnos cristianos y cristianas y mantenernos indiferentes ante las situaciones de inhumanidad en las que vivimos inmersos. Hemos de alzar nuestra voz para que cese la exclusión contra los dominicanos que han sido declarados apátridas con la sentencia 168/13 del Tribunal Constitucional. Hemos de reconocer que aunque la Ley de Naturalización, en caso de que se cumpla, devuelve la ciudadanía a quienes nunca se les debió quitar, ya hemos cometido un daño irreparable contra miles de personas.

Somos conscientes de que no todos en la Iglesia Católica dominicana o en las demás iglesias cristianas están en el mismo saco. Igual que ocurre entre los periodistas, entre los líderes comunitarios y activistas que luchan en favor de los derechos humanos, incluso entre los empresarios y funcionarios del Gobierno, entre los gestores culturales y los ciudadanos de a pie. Es a ellos a quienes me uno con esta reflexión, porque nos muestran que no todo está perdido ni en nuestro país ni en el mundo. Son la garantía moral de que el mal social y estructural que se está apoderando de nuestras leyes, no saldrá triunfante. Y que si se sostiene durante esta generación, serán las próximas generaciones las que nos juzgarán de acuerdo con nuestras palabras o nuestros silencios, nuestras acciones o nuestras omisiones.

7 de julio de 2015, Santo Domingo, República Dominicana.

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