No saben lo que hacen

No saben lo que hacen

Madrid.  EFE.  Pocas cosas me sacan tanto de mis casillas como ver en algún programa de televisión cómo un cocinero, siempre anglosajón, utiliza unos filetes de anchoa en aceite de oliva para dar sabor a un aliño, para aromatizar una salsa, advirtiendo, encima, a sus espectadores: “No os preocupéis, no se notan nada”.

Los romanos, es cierto, usaban anchoas (también llamadas boquerones) como una de las materias primas para la elaboración de su “garum”, esa salsa producto de la fermentación de pescados azules que figura en prácticamente todas las recetas de la época. Ciertamente, el “garum” no aportaba sabor a pescado, sino otro tipo de salinidad más complejo que el que da solamente la sal.

En las cocinas orientales se usa la “salsa de pescado” hasta con el pollo, sea o no el famoso y fortísimo “ñuoc-man”. Pero para elaborar esas salsas, del “garum” a las “thai” de ahora, no hace falta realizar primero una obra de arte para luego destrozarla. Y unos filetes de anchoa en aceite de oliva, con la maceración justa, son una obra de arte.

La anchoa se pesca en el Golfo de Vizcaya en primavera.  Del puerto a la fábrica van en camiones frigoríficos, cubiertas de hielo. Ya en la factoría, se les quita el hielo y se ponen en contenedores con salmuera, donde están dos días, quizá unas horas más, no demasiadas. Se sacan con cuidado, se evisceran y se decapitan. Se limpian nuevamente en la salmuera, y comienzan su carrera como semiconserva.

Se van colocando en capas (llamadas “camadas”) en recipientes que pueden ser de plástico, aunque lo tradicional sean las latas. Capa de anchoas, bien apretadas y todas en una dirección, capa de sal; nueva capa de anchoas, en sentido perpendicular a la primera, nueva capa de sal. Se termina con sal, y se procede a prensarlas.

Durante ese proceso hay que vigilar diariamente el punto de sal. Una vez cerrada la lata, se mete en cámara, para que madure lentamente; este paso durará entre seis y ocho meses. Cuando ya están listas, se lavan las anchoas al grifo (bajo la pluma), se procede a quitarles la espina central y las demás que pueda tener, y se limpian con un paño (se “soban”) para quitarles la piel.

Hecho todo esto y ya aclaradas, se introducen en aceite de oliva y se cierran las latas, que ya están listas para su consumo.

Contrario a  lo que ocurre en otros casos, como con las sardinas en aceite de oliva, que ganan con el tiempo, no es bueno guardar mucho tiempo las anchoas, pues en contacto demasiado prolongado con el aceite acaban alterándose.

Estas anchoas son una semiconserva, por lo que hay que guardarlas en el frigorífico.

Ahora se envasan con mimo, con separación de papel vegetal entre capa y capa, y se presentan de un modo que ya al abrir la lata empieza a hacérsele a uno la boca agua. Se van sacando los filetes necesarios, se escurren, aunque no del todo… y se pueden presentar de mil maneras.

Por ejemplo, sobre una rebanada de buen pan que hayamos secado en el horno sólo unos minutos; sobre una loncha de queso de vaca no curado; con mozzarella dispuesta sobre láminas de tomate, en una “caprese” mejorada; con aguacate… Son, de verdad, una delicia.  Eso sí: cuestan lo que valen, y no son un producto barato, al menos las de mejor calidad.

Y que cocineros -muy británicos ellos- usen estas joyas para triturarlas en el “mixer” y añadirlas a una salsa cualquiera… Nada que objetar si usasen esas anchoas que salen saladísimas y llenas de barbas y espinitas, pero unas anchoas de primera calidad…

Es pecado de lesa gastronomía ante el que sólo cabe rogar “perdónalos, porque no saben lo que hacen”.  

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