Recuerdo haber leído en la biografía del cellista Gregor Piatigorski una interesante anécdota con Pablo Casals. Siendo Piatigorski por aquellos tiempos sólo un joven y prometedor cellista, tuvo la oportunidad de tocar ante el gran Casals, considerado la figura más sobresaliente del instrumento. Nervioso, el joven abordó una suite de Bach, cuya interpretación obtuvo cálidos elogios del ilustre maestro.
Años después, durante un nuevo encuentro, cuando ya Piatigorski había elevado su categoría y vivía dentro de la seguridad y el aplauso propios de un profesional consumado, Gregor se refirió a aquella audición inolvidable diciéndole a Casals, más o menos: toqué horriblemente aquel día, me avergüenza recordarlo… y usted, tan increíblemente generoso me aplaudió con tanto entusiasmo… fue una mentira piadosa.
Casals lo desmintió categóricamente, recordándole una sucesión de detalles que habían provocado su entusiasmo. En el interior de aquella promiscuidad de virtudes y defectos que relampagueaban en vertiginosa sucesión, el viejo maestro se había dedicado a observar, valorar y disfrutar solo las excelencias de lo que escuchaba. Espléndida lección de quien también fuera un gran maestro en el difícil arte de vivir.
La mayoría de los humanos tenemos una depurada vocación para percibir cuánto hay de feo o desagradable en lo que vemos, escuchamos, paladeamos, tocamos, olfateamos o hasta presentimos.
Dedicados con singular pasión a esta pesquisa inacabable, ajustamos nuestra percepción a ella –como se ajusta el foco de un lente– y en ese malvado foco selectivo se nos escapa, inobservado, todo lo bello y agradable.
Extraños hábitos los que tenemos.
Vivir es tener contacto y lidiar consigo mismo y con los demás. Es tener contacto y lidiar con las acciones y reflejos de sentimientos propios y ajenos.
Siendo las pasiones tan difíciles de controlar, la cantidad de momentos en que están desbordadas es mayor que aquellos en que se encuentran bajo el dominio del razonamiento justo y el intelecto moderador.
Por tanto, tenemos garantizado un cúmulo de instantes desagradables, amargos, desapacibles, causados por nosotros mismos, por los demás o por una difusa interacción de fuerzas.
La ira nuestra y la ajena, la impaciencia interna y externa, el pesimismo propio o de los otros, la inconformidad de alguien con quien tenemos contacto o nuestra propia inconformidad nos garantizan el próximo arribo de situaciones agrias o, por lo menos, antipáticas.
Ante tal garantía, ¿por qué dedicamos tanto fervor y solercia a subrayar lo desagradable?
Los momentos desagradables están garantizados. Se nos van a plantar por delante de modo que no podremos dejar de verlos.
No hay que andarlos buscando.
No es necesario aumentar la frecuencia de su ingrata visita.
Cuando lleguen, mirémoslos con valor, con seriedad, con la razonable intención de hacerles frente.
Aparte de esto, dirijamos preferentemente la mirada hacia lo grato que sucede, a cuanto es, de algún modo, hermoso.
En la urdimbre de sonidos de la vida, hagamos como el sabio maestro, oyendo con atento cuidado y deleite lo bueno, lo justo y lo bello.
Que siempre aparece.
“Non fumun ex fulgore. Sed ex fumo dare lucem”, aconsejaba Horacio, el inextinguible poeta latino. Lo cual, traducido partiendo de la intención, podría ser: no sacar humo de la luz, sino esplendor de las tinieblas.