No son enemigos, sino competidores

<p>No son enemigos, sino competidores</p>

HAMLET  HERMANN
En la primera mitad del siglo veinte se dieron las mayores conflagraciones que ha conocido la humanidad. Gran parte del mundo veía a Winston Churchill y a Adolfo Hitler como adversarios a muerte. Pero eso nunca fue así. Churchill y Hitler perseguían el mismo objetivo: controlar el mundo e imponer el capitalismo a su manera. Como la historia posterior ha demostrado, esos dos líderes nunca fueron enemigos, sino competidores a veces, socios en otras.

Esta dicotomía viene a colación para entender un tanto la contradicción que se da en estos días entre el gobierno del doctor Leonel Fernández y los empresarios del transporte de pasajeros. Revisando las últimas décadas puede comprobarse que funcionarios y transportistas nunca han sido enemigos, sino socios y competidores. Se acusa a transportistas de corruptos y oportunistas. ¿Quiere eso decir que funcionarios no son una ni la otra cosa? Para que haya corruptos tiene que haber corruptores. Y no habría que explicar que entre los que ahora se sientan a negociar, de uno y otro lado, muy pocos están exentos de responsabilidades. Fue en base a sobornos y chantajes desde Balaguer en 1961 que el sector degeneró hasta convertirse en algo deleznable. El día que se analice con criterio serio cada transacción entre los gobiernos y los transportistas, se verá que los corruptos están tanto entre políticos de turno como entre empresarios del transporte público. El pecado es el mismo, los diferencia la cantidad.

En la fabricación de culpables el gobierno ha ganado la partida a los transportistas. Ante los ojos de la ciudadanía, dueños de vehículos representan el mal mientras funcionarios tratan de aparecer como el bien. Hay que reconocerle al gobierno el mérito de manejar con habilidad la campaña mediática para lograrlo. Y con esa maquinaria funcionando, resulta extremadamente difícil defender la honorabilidad de transportistas. Plan efectivo que ahora los presenta como chivos expiatorios de todos los males hasta el punto de ser utilizados para justificar el despilfarro en el tren subterráneo. Los gobiernos han hecho el papel del doctor Frankestein, creadores de un monstruo que ahora amenaza con desestabilizar y quien sabe si desbaratar planes políticos futuros.

Y duele que en la mesa de negociaciones nadie hable de institucionalidad. Nadie habla de una institución oficial que centralice las directrices y planifique las inversiones en el importante sector. Prefieren inventar ministerios del metro para contribuir aún más con el desbarajuste. Nadie habla de una sola política de transporte sino de múltiples improvisaciones dispersas que contribuyen a acentuar el desorden. Nadie habla de conceptos morales como base para los acuerdos, al igual que en los partidos donde ya no se habla de ideología ni de programa de gobierno. El desorden es más beneficioso que el orden y que la buena organización. En esas negociaciones sólo se habla de las raciones de cada cual, la tajada que a cada quien le corresponde hasta el punto de trocar sumas enormes a cambio de apoyo para las obras faraónicas.

Lo peor en la búsqueda de solución a este caso es que el mensaje enviado por el Presidente de la República al pueblo dominicano es que nada puede conseguirse del gobierno si no es a través de las amenazas y de la violencia. La negociación reconoce implícitamente que el estado de negación en que se encierran los funcionarios sólo puede agrietarse con movilizaciones e insolencias que conlleven represiones y, a su vez, cuesten mucho a la producción nacional y a la integridad de la sociedad dominicana. Y exhibir tanta debilidad es lo mismo que decir que el gobierno no tiene ruedos en los pantalones ni en las faldas para hacer cumplir la ley tal como lo establecen los textos. Eso es fragilidad institucional, muy peligroso en un país el que la falta de liderazgo político lo ha convertido en un juego de béisbol sin la presencia de árbitros. Aquí cada lanzamiento, cada batazo o cada jugada es discutida interminablemente sin que se vislumbre algún lugar donde las diferencias terminen. Y para colmo se asume el criterio de creer que posponiendo la discusión el problema se resuelve.

Triste resulta que el transporte vaya a seguir siendo el desastre de siempre. Y que socios y competidores en el desastre planteen esto como apenas una pausa para próximos enfrentamientos que prometen ser peores que el ensayo que ahora presenciamos, dados los probables incumplimientos de promesas a que nos tienen acostumbrados los políticos.

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