No traicionar la propia vocación

No traicionar la propia vocación

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Querido Miklós: He recibido dos cartas de Ladislao; la primera me produjo el efecto de un estimulante para el sistema nervioso. Y así se lo dije al contestarla. Agradece a Ignaz y a ti la fortuna de poder escribir directamente a mi dirección en Hamburgo.

No obstante, me aclara que enviará las cartas desde otro país porque no confía en las autoridades cubanas. Esas cartas que recibí tenían ambas matasellos de Madrid. En una me cuenta detalles penosos acerca de la desmoralización de muchos jóvenes formados en medio de las dificultades propias de una revolución social. También me explica la forma inhumana en que opera la burocracia del cerrado régimen actual. Al responder traté de convencerle de que abandonara los trópicos y regresara a Europa. Como bien sabes, Ladislao se ve obligado a consultar archivos y bibliotecas de la República Checa a través de tu amigo Ignaz. En Cuba no dispone de nada parecido; aunque trabaja todavía en un instituto de estudios folclóricos e históricos. Le escribí alborozada, pensando que estaría cansado de tantas dificultades para obtener allá la información imprescindible para trabajar.

A los pocos días de recibir la carta que te menciono llegó a mis manos la otra. ¡No puedes imaginar lo que sufrí al leerla! Ladislao ha escrito, de manera indirecta, la apología de las mujeres cubanas mulatas. Antes me había informado sobre los tormentos a los que sometían a los homosexuales en la isla. Decía que los campos de concentración «estalinistas» de Hungría no eran peores. ¡Un homosexual de una cafetería le «instruyó» en las actitudes corporales de las mulatas! A medida que iba leyendo me fui convenciendo de que tu viejo compañero, el gordo György, estaba en lo cierto. Hace mucho tiempo lo consignaste en una de tus cartas. La tengo guardada, junto con muchas otras, en mi archivo personal. György te dijo en la terminal del aeropuerto: «Ubrique podría terminar sus días tumbado bajo un cocotero, asistido por una barragana mulata, entregado a la tarea de espantar mosquitos». Estoy copiando tu antiquísima carta con el texto delante de mi lámpara de mesa. Escribiste en esa ocasión que György estaba decidido a no salir de Europa. Saldría de Hungría, eso sí, por causas políticas; pero nunca de Europa.

El colmo de la desvergüenza ha sido decirme que se ha sumergido en el estudio de la poesía negroide propia de Santiago de Cuba. Tal vez de estas cosas informe a Ignaz con más libertad de la que me informa a mí. Quizás entre hombres exhiba un desparpajo mayor que frente a una mujer. ¡No puedo entender estas aberraciones en un hombre inteligente! Él piensa que una mujer vulgar e ignorante es capaz de colocar a un hombre en la frontera de «la inmortalidad». Ha dicho que las mujeres de Cuba son todas iguales, como si su tipo fuera «producido por un troquel». ¡Qué decepción, Miklós! La inmoralidad más grande que puedo concebir es que un hombre renuncie a cumplir las tareas para las cuales está mejor calificado. ¡Un tenor debe cantar! ¡Un escritor debe ser fiel a su vocación! ¡Una persona bien dotada para la danza, debe bailar a toda costa! Miklós, escribiré una larga carta a Ladislao, afrontando las cosas con claridad y crudeza. ¡No dejaré estos disgustos retenidos en mi corazón!

Creo que será conveniente para mí trasladarme a Praga. Conozco esa ciudad y me gusta. ¿Vives en un hotel o tienes un departamento pequeño? ¿Te mantienes cerca del centro? ¿Cuál es tu rutina? ¿En qué asuntos inviertes los días? Acepto tu invitación, Miklós; pero no podré ir hasta que termine y entregue un trabajo pendiente con la mentada «editorial de los poetas». ¿Dónde podría alojarme en Praga? ¿Dónde almuerzas regularmente? ¿Los espías siguen acudiendo a las tabernas para escuchar conversaciones? Tendrás que aclarar cada pregunta que te haga. No quiero volver a un lugar lleno de matones que odien a los artistas y a los escritores. La última vez que estuve en Praga comprobé que en la municipalidad trabajaban, al servicio del alcalde, varios esbirros de la época comunista. ¡Parece que nunca mueren del todo!

Yo había escrito a Ladislao: «los hombres se muerden la cola», queriendo decirle que por alcanzar objetivos profesionales muchas personas se infieren daños y dan vueltas en su propio eje… hasta perderse. No puedo saber exactamente si él había o no recibido mi carta cuando escribió la última; pero el caso es que en la segunda carta decía que «las mujeres se miran las piernas», a juicio de un camarero homosexual. Daba la impresión de que contestaba mi expresión acerca de los hombres. En la carta hay una frase sospechosa atribuida al homosexual: las mujeres «enseñan la cola». Quedé turbada durante un buen rato. Di un largo paseo y volví a leer la desagradable carta. Al final me pedía que hiciera comentarios en relación con la «sensualidad compartida» y el «aplazamiento de la muerte». No escribí nada inmediatamente para no hacerlo bajo el efecto de la indignación. Pero puedes dar por seguro que haré los comentarios concienzudamente. Me parece oportuno decirte, además, que mi afecto por ti ha sido invariable desde que dejaste la prisión en Budapest. Debes recordar aún los consejos con que te abrumaba para que conservaras la vida. Recibe un abrazo cariñoso de Panonia. Hamburgo, Alemania, 1993.

henriquezcaolo@hotmail.com

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