NELSON BUTTÉN VARONA
Decir que no valió la pena participar en acciones de alto riesgo contra el dictador Rafael Leonidas Trujillo Molina requiere ser sustanciado, porque si bien es cierto que para muchas personas esa apreciación es aceptable, como es nuestro caso, también es bien cierto que para un número mucho mayor es inaceptable.
No cabe la menor duda de que los que engrosamos la fila de esa minoría tuvimos la oportunidad de vivir intensamente los últimos diez años de la tiranía, período en que el sátrapa trató con mayor crueldad a quienes se expresaban de cualquier manera contra su oprobioso régimen. Por el contrario, la mayoría de los alineados en la oposición de la apreciación conocen la historia de ese gobierno a través de escrituras o relatos verbales, no pocas veces exagerando, minimizando u omitiendo parcialmente los hechos.
Arribamos a nuestra apreciación comparando, principalmente, el funcionamiento de los poderes del Estado en el marco de casi 31 años (1930-1961) de dictadura trujillista, con un partido único, y los últimos 29 años (1978-2007) del actual sistema de gobierno, en el que diferentes partidos políticos se alternan en el poder o se distribuyen la gobernabilidad de la nación, mediante la celebración de elecciones periódicas.
Por sus características nuestro sistema de gobierno no es acreedor de la denominación de democrático, sino de partidocrático, porque conforme a la circunstancia política del momento dos o tres partidos mayoritarios se arrogan el derecho de imponer, a su recíproca conveniencia clientelista, las reglas de gobernar, aplicando entre ellos, en ocasiones al margen de la ley, el método del consenso. Para proteger la sobrevivencia del sistema, incorporan a las negociaciones entre si a organizaciones empresariales, sindicales y a influyentes instituciones sociales, dependiendo la convocatoria de la naturaleza del asunto a consensuar.
El auge de la partidocracia, fortalecida por un sistema electoral excluyente, conllevó la degeneración de la actividad política. La exaltación de los principios sucumbió ante el empuje del pragmatismo, y quien se abstiene de incorporarse a éste ipso facto es miembro del club de los pendejos.
Como presidente de la República y, por supuesto, representante del Poder Ejecutivo, Trujillo fue un corrupto en toda la extensión y significado de la palabra. No se consideró administrador de los bienes del Estado, sino propietario del país, por lo cual ningún otro funcionario disponía a su antojo del patrimonio público. Es decir, en el sector público era el único que podía practicar la corrupción en todas sus modalidades.
El monopolio de la corrupción le permitió a Trujillo convertirse, para la época, en una de las personas más ricas del mundo. Transfirió millones de dólares a cuentas privadas en bancos extranjeros, pero hizo inversiones provechosas para el país, creando industrias de azúcar, aceite, calzados, pintura, clavos, alambre, tejidos y bebidas. También en el negocio de transporte aéreo y de seguros, como fueron la Compañía Dominicana de Aviación y la Compañía de Seguros San Rafael.
La exclusividad del ejercicio de la corrupción es el motivo por el cual nadie ha señalado a miembros de gabinetes de la dictadura que robando, prevaricando, o con otras prácticas ilícitas, se enriquecieran ni siquiera en ocho años de gestión administrativa. Cuando algunos de ellos confrontaban dificultades económicas se lo confesaban a El Jefe, entonces éste les resolvía sus necesidades con obsequios en efectivo.
En cambio, durante todas las gestiones gubernamentales del sistema partidocrático ya es incontable la cantidad de funcionarios públicos, hasta de tercera categoría, que asumieron sus cargos mientras habitaban en modestas viviendas rentadas y cuatro años después han pasado a ser mega empresarios privados y propietarios de lujosas mansiones en exclusivos sectores residenciales. Inclusive, personas sin funciones oficiales, pero vinculadas a los primeros, han acumulado al vapor fortunas provenientes ilícitamente del erario.
Esas bastardas riquezas fueron generadas depredando las prósperas empresas comerciales de Trujillo y a través de otras expresiones de corrupción política. Las pruebas constan en incontables auditorías, engavetadas todas por la inercia encubridora del Poder Ejecutivo y el silencio cómplice de organizaciones sociales que le dan vida al sistema.
Se afirma que Trujillo no pasó del octavo grado de la enseñanza intermedia. Pero consta que escogió como sus más cercanos colaboradores a personas con extraordinarios niveles académicos, por lo que en el área civil de sus gabinetes no aparecían secretarios de Estado ineptos. Y si hubieron algunas excepciones, no fueron para desempeñar las más importantes carteras.
Sin embargo, a lo largo de 29 años de partidocracia abundan los ejemplos de miembros de gabinetes ineptos para las funciones puestas bajo sus responsabilidades. Lo mismo sucede en direcciones generales e instituciones descentralizadas del Estado. Los técnicos de las respectivas áreas son los reales ejecutivos de las labores, pero hasta tanto sus recomendaciones no colidan con los intereses protegidos por el gobierno de turno.