Mamá no era muy amiga del cerdo. Se comía, por supuesto, en algunos platos especiales, como el puchero mallorquín. Este es un plato de la tierra de papá, cuya receta le transmitió mi tía María, desde Artá, a mi madre. La tía le comunicó que mi padre, cuya mesa se llenaba de antojos, gustaba de este plato, uno de cuyos componentes es el cerdo. El puchero, no obstante, era plato ajeno a los días de Navidad.
La carne propia de la noche buena era el pavo. Los muchachos añorábamos las mesas del vecindario, en donde el cerdo era la carne predilecta.
Cual peregrina paradoja, el cerdo entró a la casa hacia los días en que papá inició su vía crucis con Romeo Amable Trujillo. Cercana la Navidad de 1957, papá estaba perdido. Fueron los días en que padrino, poco antes de retornar a Cataluña, quiso llevarnos a María y a mí. Y como le rechazase la invitación, decepcionado tal vez, me dijo tajante a mí, que apenas era un adolescente- ¡Trujillo va a matar a tu papá!
Ese año no se compró pavo. La casa era casa de oración. Tras la cena habitual, Dolores (Lolita) Tolentino los lunes y mi madre en el resto de la semana, llamaban al rosario. Algunos días, sobre todo viernes y sábados, además del rosario se leía una hora santa.
Hasta que aparecía papá. Por supuesto, el rosario no faltaba aún cuando papá estuviera en la casa. Pero la lectura de las horas santas se volvía una devoción esporádica, reclamada por las encerronas a papá.
En medio de las tensiones de la época, mamá se hartó de la preparación del pavo. Me sentí feliz, pues yo era quien compraba los pavos en las pajareras situadas al norte del edificio del Mercado Modelo, en la calle Imbert. Les apretaba el pico para saber si tenían mosquillo.
Lo peor era que, colgados de la barra de la bicicleta, excretaban sobre ésta y mis pantalones.
De modo que vi el cielo cuando mamá anunció que se compraría la carne preparada. Pensó en el cerdo, pues se vendía horneado en dos panaderías, una de la calle Pina en Ciudad Nueva y otra de la calle Gaspar Hernández en San Carlos.
Lo restante (las semillas del buen pan o castañas criollas, ensaladas, pastelillos y pasteles en hojas) siguió preparándose en la casa. Mamá desconfiaba de los pasteles en hoja que eran vendidos en las calles.
Prefería también hervir las castañas, pues proveían a la familia de divertidos espacios en la sobremesa, pues nos poníamos a descascarar a mano. No se bebía ni vino, pues papá fue a lo largo de su existencia un abstemio militante.
El postre era, habitualmente, una ensaimada dulce preparada por papá, quien cultivó la costumbre de preparar pan para los hijos, aún emancipados.
Adoptamos otros platos, como el moro de guandules, cuando, ya hombres y mujeres, con hijos, acudíamos a la casa paterna con platos propios.
Entonces mamá, que mantuvo una mesa tan particular en la noche buena, se servía, afanosa, del popular moro.
Y trinchaba piernas y otras partes del cerdo que se llevaban, con un cierto frenesí.
Ninguno de los hijos, sin embargo, le preguntó jamás por qué no preparó estos platos en las noche buenas en que ella ordenaba en la cocina.