Prefiero mi eterno estatus. Ése que me hace sentir libre, sin ataduras y con disposición para entrar en coro, en cualquier lugar y a cualquier hora.
Sé que a muchos, quizás a la mayoría de mis contemporáneos no les sucede lo mismo. Que hay gente que se atormenta, desde que está llegando noviembre, porque hace dos meses que terminaron con sus parejas y que el friíto de diciembre no hay quien lo aguante solo.
Yo no pienso igual. Para mí, un soltero (cayendo a solterón) empedernido es todo lo contrario. Es como un estado de libertad que no la cambio por nada.
Cuando digo que es un arma de doble filo es, precisamente, por esas sensaciones que se entrecruzan en las mentes de muchos, de añorar a quién se le fue hace poco tiempo y la de plantearse disfrutar cada buen momento a plenitud, sin necesidad, ni obligación, de rendir cuentas a nadie.
Estos días dejan al desnudo el carácter débil o fuerte de muchos. De los que afloran una sensibilidad que raya en lo cursi, que con cualquier aguinaldo o villancico se fajan a llorar, o de los que aprovechan estos días para sacar a la luz su más rebelde ser.
En lo que a mí respecta, creo que ni una ni otra, porque durante todo el año soy el mismo. Aquél que se guarda cuando la mayoría sale y que no para cuando todos están dormidos. Al que le da lo mismo cenar con un sandwiche en Nochebuena, que disfrutar del mejor manjar el 4 de enero. En compañía de una persona amada o de una desconocida.